Protestas De Todo a Un Euro

Me da la impresión de que en este país, todavía conocido como España, siempre nos han tomado por tontos y no me refiero de puertas afuera, no, los extranjeros aún tienen una bastante buena concepción de lo que es ser español, algo basada en tópicos de flamenco, peineta, torero y poco más, pero aún nos tienen por simpáticos, amables, hospitalarios y, sino trabajadores incansables, al menos, cabezotas y obstinados que acaban siempre por conseguir lo que quieren, un poco brutos, pero buena gente al cabo. Yo hablo de los de aquí, de los oriundos, de los que viven enfrente o pasean al perro delante de tu puerta. Esos que venderían su alma al diablo si con ello pudieran conseguir la televisión de plasma que llevan meses envidiándole al vecino.

El español medio tiene un defecto bastante grave, nunca se quiere meter en problemas. Ya sea denunciar al tipo que trapichea con hachis debajo de su ventana o decirle al vecino de arriba que, por favor, baje el volumen del “jomcínema”, el ciudadano de a pie no mueve un dedo, bien por miedo al que dirán o a que le partan la cara. En lo que se refiere a la seguridad personal estoy totalmente de acuerdo, a nadie le gusta que le abran en canal por un quíteme allá esas pajas, lo malo es que ese defecto se extrapola a todas las facetas de la vida del individuo. Tenemos la mala costumbre de quejarnos de boquilla, en petit comité, cuando estamos de copas con los amigos, pero no de hacerlo donde y como se debe, ni delante de quien debe uno quejarse. Luego nos extrañamos de porqué no se arreglan las cosas, cuando todo el mundo está de acuerdo en que las cosas están mal.

No estoy diciendo que vayamos a irnos todos en tropel al ayuntamiento, al parlamento autonómico correspondiente o al congreso de los diputados a protestar por cada problema que nos acucia, o cada vez que vemos que los políticos toman una decisión equivocada (si así fuera tendríamos que acampar permanentemente a sus puertas y, bueno, uno tiene su propia vida) pero, en el día a día si que podemos hacer gestos que den la nota, algo que consiga que la gente piense. Un ejemplo claro está en la subida de precios de los productos cotidianos, esos que no están “directamente” regulados por el Estado. El café, no el paquete que compras en Carrefour por un euro noventa o menos, la tacita que te ponen en cualquier cafetería, bar o restaurante y por la que te pueden cobrar de ochenta céntimos a dos euros dependiendo de la categoría del local, la ciudad del país en la que te encuentres o porque al camarero le has caído gordo. Desde que entró el euro, el precio del cortado ha pasado de las sesenta pesetas que te podía costar en cualquier local de la capital (los más exquisitos te podían llegar a cobrar hasta cien pesetas por el mismo brebaje) a una media de un euro con veinte céntimos, o sea, doscientas pesetas. Esto supone una subida de un doscientos treinta y cinco por ciento (235%) de su precio en cuatro años. Contando con que la subida del IPC en los últimos cuatro años viene a ser de un doce por ciento (12%) aproximadamente, nos encontramos con una descompensación enorme. Suena increible ¿verdad? Pues bien, ¿que hace la gente que normalmente desayuna en la calle o sale todas las sobremesas a disfrutar de su café au lait? ¿Protesta, se queja, le dice al dueño del local que se ha pasado tres pueblos? No, nada de eso en absoluto, paga y calla, a lo sumo suelta un bufido o un gruñido y estampa las monedas sobre la barra de mala manera, pero no hace nada más, sabe que eso es lo que hay y que mañana por la mañana estará de nuevo sentado en su taburete de siempre sorbiendo la misma taza humeante, solo que ahora cada vez que se queme la lengua le va a doler veinte veces más que ayer.

Pero eso es porque uno quiere y porque en el fondo es un conformista. Si aquí se tuviera más conciencia... bueno, primero no seríamos capaces de tomar el pelo a todo el mundo subiendo el precio de las cosas como si fueran acciones de Endesa, y también todos los afectados buscarían una solución al problema, partiendo por no ir al mismo bar de siempre, a cuyos dueños no importa que lleves treinta años calentando la misma silla para saquearte tú presupuesto diario por una leche manchada y unos churros y, siguiendo por buscar otro local en el que no te claven solo por sentarte. Esto último es algo más dificil, pero seguro que se puede conseguir.

También se puede seguir la senda de la protesta pública y, cada vez que nos cobren de más en un garito de estos, llamarle ladrón al que se te quede el cambio que siempre esperabas. Lo más que te puedes llevar es un sopapo, pero al menos tú has dicho lo que pensabas.

En fin, la mejor solución de todas es la que ha tomado Paco, el jefe de mantenimiento de la empresa en la que trabajo, cuando ha visto que en el bar del polígono su mitad de todas las mañanas (desde hace dieciseis años) ha alcanzado la barrera psicologica del euro, ha dicho, hasta aquí he llegado yo y ahora todos los días desayuna en la oficina, mejor que en la calle, con buena compañía, sin humos y ahorrándose una pasta. Porque ¿tú has calculado lo que gastas todos los días en el desayuno? Pues hazlo y verás como dos euros al día, veinte días al mes, doce meses al año suman... ¡buf! Mejor no pensarlo ¿verdad?

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