El Hombre Invisible

Yo siempre he sido de los que pasan desapercibidos por la vida, nunca me gustó destacar y todavía hoy, a mis casi treinta y cuatro años, me ruborizo en según que ocasiones. Hablar en público siempre me ha puesto nervioso y todo acto social me provoca una reacción de ansiedad que me suele fastidiar bastante. La gente podría entender que soy reservado, incluso arisco en ciertas ocasiones, la realidad es que los tímidos siempre hemos sido unos grandes incomprendidos.

De bien es conocido que la naturaleza provee a sus hijos con medios, actitudes y habilidades para sobrevivir a cualquier situación peligrosa o adversa. La evolución nos dota de capacidades increíbles, tan útiles que, en ciertas situaciones, nos pueden llegar a salvar hasta la vida. En una jungla de asfalto estas habilidades se adaptan a la vida cotidiana. Aquí no hay grandes depredadores, hablando en el estricto significado de la palabra, porque chupa-sangres, carniceros, buitres, leonas, ratas y serpientes también te puedes encontrar en tu misma calle o en el lugar de trabajo, pero frente a ellos no vas a perder la vida, como mucho algo de paz, calma y en muchas ocasiones hasta la cartera. Ante la ausencia de enemigos de este tipo el individuo se ha adaptado a utilizar las técnicas con las que ha sido dotado y salvar así los inconvenientes de la vida moderna.

Mi habilidad es, como ya he comentado al principio, el saber pasar desapercibido, que no es lo mismo que conseguir ser ignorado ¿eh? No nos confundamos. En una reunión la gente sabe que estás ahí, puedes interactuar con ellos y ellos contigo, pero nunca eres el centro de atención, bueno, solo en contadas ocasiones, las justas para recordar que sigues ahí. Este don es increíblemente útil en según que ocasiones, recuerdo que en el curso 1990-1991, mi año de COU, el profesor de filosofía no me sacó al estrado en ni una sola ocasión y aquello era cosa extraña, ya que este hombre funcionaba como un reloj suizo, tenía su planning hecho para preguntar al menos una vez por trimestre a todos los alumnos, eso si, todos los días que tocaba preguntar me tenía acojonado porque estaba casi seguro de que acabaría tocándome a mí.

¿Por qué comento todo esto hoy? Precisamente porque ayer me vino a la memoria una cosa que me ocurrió hará unos seis o siete años. En época navideña, durante las reuniones de mi grupo de la parroquia de Santa María de la Amargura, a uno de nosotros se le ocurrió la idea de ir a cantar villancicos por las calles de la ciudad. La idea no era nueva, se ve que Juanmi (que así se llama el ideólogo de la “villancicada”, llamémoslo así aunque se retuerzan de dolor los miembros de la RAE) ya llevaba varios años queriendo hacer eso mismo, las navidades anteriores ya lo propuso sin mucho éxito ni respuesta. Ese año accedimos pero con ciertas condiciones; Primero, no íbamos a ir por las calles vestidos de pastores que era lo que él pretendía y, Segundo, nada de avergonzarnos públicamente haciéndonos pasear por las calles principales, zambomba y pandereta en mano, repartiendo caramelos. A las cinco de la tarde de un mal sábado de diciembre nos reunimos en casa de una de las amigas para preparar el evento, cuando entré ya estaban todos, parecía que me esperaran, casi a traición, todos ya disfrazados, ellas con pañuelos, delantales y faldas negras y ellos con gorros, chalecos y tobilleras de borreguito. A mí me vistieron con restos, un gorro pequeño, un chaleco pequeño y se hizo lo que se pudo con las tobilleras, vamos más que un pastorcillo parecía un Cristo. Yo creí que eso de morirse de vergüenza era una simple expresión, pero me equivocaba, le puede pasar a cualquiera. Bajamos a la calle, vestidos de esa guisa y corriendo nos metimos en los coches, de allí a la Institución Benéfica del Sagrado Corazón (El Cotolengo), un asilo regentado por religiosas donde se da cabida a ancianos, indigentes y disminuidos tanto físicos como psíquicos. Ya habíamos avisado que íbamos a ir a actuar delante de los residentes, lo que no me esperaba era aquello. Jamás se me olvidará la imagen, al final de un largo pasillo, cruzamos una puerta y tras un muro plegable se encontraban todos los ancianos, los indigentes, los voluntarios y, por supuesto, las hermanas, sentados, expectantes, con cara de “a ver que nos hacen estos niños”. Antes que nada tengo que decir que, aunque mi parroquia tenga una larga tradición de coros y cantantes, nuestro grupo no era precisamente un lechado de virtudes musicales. Ninguno tocaba instrumento alguno y en la cuestión de afinar, pues, bueno, lo normal. La cosa empezó bien, dos o tres llevaban bolsas de caramelos y empezaron a repartir a diestro y siniestro. Ahí tengo que reconocer que la estrategia era buena, ponerlos a todos ciegos de azúcar para que no se enteraran de lo mal que lo hacíamos. El repertorio era de lo más normalito, “Campanas de Belén”, “Ande, ande, ande”, “Ya vienen los reyes” y hasta esa que dice: “Abahaban los pastores por el monte de Belén…” Ahí ya estábamos medio desvariando, pero, claro había que cubrir una hora como mínimo para que no resultara ridículo del todo y ya se cantaba de todo, creo que acabamos con el “Porom-pom-pó”, con las niñas bailando rumbas y todo. Vamos un show.

Mientras tanto yo, que notaba como allí cada vez hacía más y más calor, lo único que hacía era mirar a la improvisada partitura que alguien había preparado y juntarme a los que más ruido hacían, bien cantando, bien con los tan armoniosos instrumentos navideños, botella de anís incluida. La cuestión era abstraerse de aquella situación, para que todo pasara lo más rápidamente posible, aunque durara lo que duró, que a mí me pareció una eternidad. Al final lo conseguí. ¡Digo! Hasta hay pruebas de ello. Durante toda la tarde nos grabaron en video, desde que llegamos a casa de Sandra (la que nos consiguió los maravillosos disfraces) hasta que cerramos la actuación con una gran ovación. De esa grabación se hicieron dos copias y, durante un tiempo, estuvieron circulando por toda la parroquia, porque era digna de ver. Todo el que la veía se partía de risa y a nadie se le escapaba el detalle de que, un servidor, llegada la mediación del concierto, desaparece, literalmente, en un momento está y en otro no, y no vuelve a aparecer hasta el final. Yo lo he visto y lo constato.

Desde aquel día no he sabido como activar de nuevo este poder, tampoco he tenido la necesidad, ni me he visto envuelto en una situación que lo requiera. Pero, se que, de alguna manera ahí está, latente, alerta, esperando una nueva oportunidad para hacer que me esfume, como quien no quiere la cosa.

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