Cosas Que Nunca Cambian

Ya hace unos cinco años que di mis últimos pasos como alumno sobre el suelo de mi vieja Facultad. La satisfacción de haber terminado con una etapa de mi vida tan larga y llena de experiencias (tanto buenas como malas) no se puede comparar con muchas cosas. A estas alturas solo puedes echar la vista atrás con un poco de nostalgia y recordar todo lo que pasaste entre los muros de ese edificio, las eternas horas de clase que en horario de tarde se hacían aún más insoportables, los aburridísimos dictados de los profesores, de aquellos que sacaban, y aún sacan, sus viejos apuntes de cuando eran estudiantes, amarillos de tanto uso, y te los hacían copiar con puntos y comas. Aquellas jornadas de estudio interminables, sentado en uno de esos viejísimos sillones de madera y cuero de la biblioteca (el último año las tapizaron todas en tela, un color naranja butano preciosísimo). Las colas en reprografía en las jornadas previas a los exámenes. Las revisiones de exámenes en las tutorías, que eran como ir de excursión al reino de la negativa rotunda, ya que es más difícil que un profesor se retracte de una nota puesta que ver a Maragall bailando una Sevillana (siempre que no haya votos de por medio, claro está). Los nervios previos a las exposiciones, a las presentaciones de trabajos y como no a las temidas listas de aprobados, esas que, conforme te ibas acercando al tablón, iban acortándose poco a poco hasta convertirse en un panfleto de diez nombres en los que, la mayoría de las veces, no estaba el tuyo, pero que cuando estaba, te provocaba una sensación de alivio tal que tan solo se puede comparar con eso que sientes cuando pones pie en tierra después de atravesar Europa en avión.
La Universidad también tuvo cosas buenas para mí, de hecho muy buenas. Lo mejor que me llevé de allí no fue la cartulina con el autógrafo de S.M. Don Juan Carlos I, un ministro, un secretario, el rector y la tuna en pleno. Eso del título fue tan solo la consecuencia lógica de muchos años de esfuerzo, constancia y aguantar las caras de dos o tres catedráticos mamones, esos que ahogaban sus penas en el bar aprovechando los descansos y descargaban sus frustraciones sobre la platea de las aulas cada vez que sonaba la campana. También tuve buenos profesores, es de justos recordarlo, los menos, eso si, todo hay que decirlo. Y buenos compañeros, los mejores, los que acudían a verte el último día antes del examen para resolverte una duda o mil. Los que iban a buscarte a la biblioteca para que te tomaras un descanso, porque sabían que llevabas más de dos horas sin parar sentado delante del ajado libro de Estructura Económica de España. Los que se alegraban contigo cada vez que superabas un hueso de asignatura, o te decían que temas estudiar y cuales dejar para no perder el tiempo, y que siempre acertaban. Los que compartían tu sufrimiento y siempre acudían a las mismas convocatorias que tú. Aquellos de los que siempre guardas su teléfono aunque haga más de tres años que no los llamas, pero que aún así sabes donde localizar siempre que los necesites o ellos a tí. Los amigos, eso es lo mejor que uno puede sacar de la carrera, ni conocimientos efímeros que no te valdrán ni para presentarte a la próxima oposición, ni títulos, ni diplomas, ni certificados, ni expedientes, ni currículos de cuatro folios llenos de cursos, charlas y prácticas. Todo eso vuela y se dispersa en el viento como la ceniza de una hoguera tras la noche de San Juan. Los amigos, en cambio, quedan para siempre.
Ayer una amiga, universitaria de hoy, me hizo un par de comentarios que me hicieron ver que aquí las cosas siguen igual que hace cinco, diez o quince años. Que los profesores manejan a los alumnos cambiando temarios, horarios y prácticas a su entera conveniencia. Que se actualizan los planes sin contar con aquellos a quienes afectan y que, en realidad, tan solo sirven para lavar la cara al anterior plan de estudios, como medida de progreso que tan solo sirve para cubrir una medida política. Con departamentos gobernados al más puro estilo del caciquismo, plazas casi concedidas por herencia, adjuntos con vocación de educador frustrada por la realidad y becarios avispados con más espíritu de trepa que Peter Parker frente a las torres Petronas.
Aunque, como dije antes, también hay buena gente, yo conocí a un par de ellos… hace tiempo.

Hoy para terminar, una frase famosa y una dedicatoria:

“Solo sé que no sé nada” (Platón. 427 al 399 a.C.)

Para Vanessa Jiménez, porque nadie es más inteligente que aquél que es capaz de reconocer que no lo es, y nadie tan valiente como el que supera sus limitaciones aplicando otros dones.

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