Paradojas De La Calle

(Paradoja: f. Idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas.)

Hará cosa de tres semanas me ocurrió una cosa que, como es natural, al resto de personas que había a mi alrededor pasó totalmente desapercibida.
Los viernes por la tarde yo libro, bueno, es un decir, en realidad no vengo a la oficina porque ya he echado mis horas por la mañana, desde siempre tuve muy claro que esos días tenía que dejarlos para mí, ya que normalmente son tediosos, sin llamadas, sin consultas y con la sede central (en Madrid) sin un alma, cosa que los hace aún más tranquilos, si es que es posible. De modo que cuando ascendí a gerente me cambié el horario ese día en concreto para empezar el fin de semana unas cuatro horas antes de lo acostumbrado. Con tanto tiempo a mi disposición suelo utilizarlos para hacer todo lo que no puedo durante la semana, básicamente ir a comprar, quedar con alguien o lo que se tercie. El viernes al que me vengo a referir en este escrito lo aproveché para ir a buscar un par de componentes para el ordenador y el móvil, me habían recomendado una nueva tienda de informática en calle Peso de la Harina y hacia allí me dirigí sobre las cinco y veinte. Desde donde vivo hasta esa calle habrá unos quince minutos caminando a buena marcha, de modo que antes de las seis menos cuarto ya estaba en la puerta del comercio en concreto, aunque, curiosamente, se encontraba cerrado todavía. No tenía ni idea de que abrieran a las seis, así que tuve que esperar un ratito, hacía buen tiempo y la calle es tranquila, así que no me importaba en absoluto estar un rato allí afuera. Además, como me encanta observar, disfruté como un tonto. No era el único que se encontraba allí a la espera, había un par de chicos de mi edad y una pareja algo más joven, con aspecto todos de ser muy aficionados a la electrónica.
Al poco tiempo de estar allí ocurrió algo, una de esas cosas que solo pueden suceder en esta ciudad de contrastes. La citada tienda está ubicada junto a uno de los portales del bloque de viviendas al que pertenece. Este es un edificio más o menos moderno, puede que su construcción date de mediados o finales de los años ochenta, esto es, está más bien poco adaptado o adecuado al uso de discapacitados, vamos, que el portal no tiene ni una sola rampa. Un chico de unos ventipocos años, bien vestido, aseado y peinado perfectamente se acerca a la entrada del edificio y llama a una de las viviendas. A través del portero electrónico se podía escuchar perfectamente la conversación: “-¿Si? -¡Buenas tardes señora, vengo de Juan Lucas a entregar una secadora! -Si, le abro “. El zumbido y el chasquido de la puerta sonaron de inmediato, el chico abrió y puso un tope para que no se volviera a cerrar, acto seguido volvió a hacer el camino de vuelta por delante de mi. Tres minutos más tarde volvía con una carretilla de mano cargando, efectivamente, una secadora perfectamente embalada en plástico y protegida por bloques de poliestireno expandido (ese corcho blanco que a los niños tanto gusta deshacer en bolitas simulando que nieva). Reconozco que el chaval le echó pantalones a la cosa. El primer escalón de acceso al portal parecía sacado de las almenas de la muralla de Ávila, si no llegaba al medio metro de altura poco le faltaba. Aún así el chico lo intentaba, con fuerza y con mucha dificultad, sobre todo porque la carretilla no estaba especialmente diseñada para llevar un bulto tan grande, de modo que conforme intentaba salvar el escaloncito de las narices tirando con un solo brazo, con la otra mano tenía que intentar sujetar el citado electrodoméstico agarrando de donde podía, que, también hay que decirlo, se podía de pocos sitios porque el embalaje sirve para eso, para embalar, pero ayudar ayuda poco al transporte de los bultos. De modo que, entre el calor que hacía, el peso del cacharro, los estupendos útiles de transporte y la fantástica construcción de los años grandes del PSOE, el muchacho estaba sudando la gota gorda. Mi primer pensamiento fue ir en su ayuda en seguida, pero luego pensé “El chico tiene que ser un profesional, ni siquiera se ha atrevido a pedir ayuda, ni a otro compañero de la tienda (que pillaba bien cerca) ni a los clientes que le están esperando cómodamente en casita”. De modo que decidí concederle una nueva oportunidad, pero esta fue muy corta ya que el asunto se estaba poniendo peligroso, al último tirón que le dio empezó a desgarrarse la película de plástico, único apoyo que el zagal tenía para ayudarse a sujetar el trasto blanco. Así que no me lo volví a pensar y fui en su ayuda, porque de no hacerlo me veía todo el fin de semana con cargo de conciencia al no haber puesto remedio a aquello que se veía venir, o sea, la secadora medio destrozada contra el suelo y la puerta del coche que estaba aparcado justo en frente, el chico con la espalda rota al caer hacia atrás y encima, además de la baja (y Dios sabe si el despido, tal y como están las cosas) teniendo que pagar el jodido aparato. No rechazó mi ayuda en absoluto, y en cuestión de un minuto ya habíamos puesto el bulto en el ascensor. Que esa es otra, había tres tramos de escaleras para llegar al puñetero elevador, definitivamente en los ochenta no se construía pensando en todo el mundo.
Aún me sigo preguntando porqué aquel muchacho estaba cargando electrodomésticos vestido de Ralph Lauren y con mocasines italianos. Así de pronto se me ocurren dos teorías, a cada cual más disparatada. La primera es que, la empresa, en su afán de ahorrarse dos duros en gasoil, utiliza a los comerciales más jóvenes e inexpertos para hacer este tipo de trabajos, así que le dicen al chico que deje de vender “emepetrés” y agarre una carretilla para llevar un cajón de treinta o cuarenta kilos a la manzana de al lado. A esto no se puede negar la juventud de hoy, sobre todo porque sabe que de su actitud depende el poder seguir allí al día siguiente, y que si él no lo hace lo hará cualquiera de los veinte o treinta iguales a él que esperan su turno en la bandeja de entrada de currículums del jefe de personal. La segunda teoría es menos realista, aunque algo más divertida, era viernes por la tarde y, bueno, el repartidor de turno ya tenía hechos sus planes: “ tengo tres entregas fáciles por la zona, descargo en un momento, guardo el camión y me voy a recoger a mi churri a casa de sus padres. Para las seis y media ya estaré listo”. El pobre infeliz no imaginaba que se iba a encontrar con la escalera de Jacob en su última entrega y que iba a llegar al portal de su novia maqueado como para cenar en el Ritz pero oliendo a gimnasio.
En fin, tal y como está el mundo hoy en día cualquiera de las dos ideas me parecen aceptables. De momento yo, cuando tenga que ir a comprar la cocina, al primer sitio que voy a ir es a Juan Lucas, porque otra cosa no se, pero elegancia, lo que es elegancia sus repartidores tienen toda la del mundo.

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