Caraduras con Solera

Ser malagueño y no ejercer de ello es un trabajo arduo, duro y muy exigente. Aún así es muy difícil no caer, de cuando en cuando, en la tentación de probar aquello que siempre dices que no te gusta de tu ciudad, en parte por salirte de la rutina y en parte, también, por reafirmar tus principios, cosa que, tengo que añadir, no es muy complicada.
El pasado viernes fui a la feria, al Cortijo de Torres no al centro, la de la ciudad se puede llamar fiesta del tapeo y el alcohol, pero feria poco la verdad. Aquello no ha cambiado en absoluto desde que la visité por última vez, allá por finales de los noventa, recién estrenada e inaugurada. La misma gente, el mismo ruido, alguna que otra atracción nueva y la eterna competición por ganar el premio a la caseta más estruendosa, que, definitivamente, aquella noche se lo llevó la de la ONCE, la música disco que tenían en el momento se escuchaba cien metros antes de llegar a su puerta, por encima del resto de casetas de su misma calle.
Antes de ir a ver a Ana Torroja en concierto (principal motivo por el que me encontraba allí) decidimos calmar el apetito en una de las cientos de casetas que las peñas, asociaciones, partidos políticos, sindicatos y hasta el club de amigos del ciempiés peludo tienen instaladas en aquella descomunal explanada. De entre las dos o tres que encontramos más cerca fuimos a entrar en la que, en un principio, nos parecía, cuando menos, más decente, por apariencia quiero decir, no se me vayan a exaltar el resto de feriantes creyendo que pongo en duda su ética y moral, que va, en realidad pienso lo mismo de todos así que no se me enfaden. La entrada fue buena, un chaval de unos veinte años nos preguntó cuantos éramos y nos invitó a seguirle hasta una mesa con cuatro sillas en medio del local. Al minuto teníamos a otro camarero tomándonos nota de lo que íbamos a pedir, un tipo grande, tosco, sin mucho ánimo ni ganas, supongo que con el mismo talante que tendría yo si tuviera que hacer eso para sacarme un sobresueldo en verano... ¡Nah! La clase es la clase y yo no valgo para actuar así, que también he hecho de camarero en más de una verbena y no tenía ese careto, además yo no cobraba un duro. Tras anotar las bebidas (tres botellines de agua, de los minúsculos de doscientos mililitros, y un refresco) y recitarnos las especialidades de la casa mirando al tendido como si el menú se lo hubieran preguntado las cuatro moscas que pululaban por el garito, decidimos que nos lo íbamos a pensar mientras nos traía las bebidas. Lo primero que nos extrañó fue el no ver la lista de precios por allí expuesta. Tras mucho otear la divisamos a lo lejos, tras la barra, mientras que otra copia se encontraba expuesta en la pared de enfrente a unos dos metros de altura, justo detrás de una familia de comensales. Yo mismo me acerqué a la barra para saber cuanto nos iban a clavar los señores por las dos raciones (que las llamaban así por llamarlas, porque parecían tapas) y me volví con las ganas de saberlo ya que allí lo que había era un folio con una lista escrita en Times New Roman a diez puntos, o sea, algo ilegible a una distancia superior a los cuarenta centímetros, sobre todo para un miope como un servidor, y en condiciones, digamos de baja iluminación. Cuando el hombre regresó con la bebida le pedimos algo sencillo, un plato de jamón, uno de queso y unas patatas bravas. Los dos primeros llegaron de inmediato. El jamón cortado fino, finísimo y malo como el solo. De estos que te hacen una bola y no hay narices de tragárselo. Más salado que un guijarro de la Malagueta. El queso era primo hermano del jamón, cortado igual de fino y seco a más no poder. Los dos tenían toque de autor, les habían echado un chorreoncito de aceite de oliva y un puñado de piquitos de pan. Las patatas no llegaban. Pero si nos colocaron un bollo de pan de hacía dos días, blando como un chicle y con la corteza agrietada y levantada como la piel de un guiri tras dos semanas de vacaciones. Pedí que me lo cambiaran en seguida y me trajeron otro de hacía un día. No me molesté ni en volver a mirar el mendrugo. Aquello empezaba a pintar mal, las patatas seguían sin venir y los camareros estaban algo desquiciados con tan solo unas diez mesas cubiertas para los seis que eran. El que nos tenía que servir a nosotros no se limitaba a servir las mesas, que va, entraba en cocina, se metía en la barra, iba, venía, le tiraba encima un plato de pescado frito a una señora y ni siquiera se disculpaba. Y ese era solo un ejemplo, el resto de sus compañeros, pues tanto de lo mismo. En fin, a la media hora de pedir las patatas todavía no habían llegado y, visto lo visto, decidimos pedir la cuenta y marcharnos a otro lugar. Al minuto teníamos allí al “Maître” para darnos el sablazo y, todo hay que decirlo, el tipo lo intentó. Un cuarentón canijo de piel renegrida con algo de dificultad para hablar, pero con más cara que espalda. Llegó, hizo recuento de platos y bebidas y nos soltó a bocajarro “Treinta y cinco euros”… “¡¿Cómo?! ¡¿Cuánto?! ¡¿Qué ha dicho?!” Al ver nuestra reacción el tipo rectifica y nos vuelve a dar otra cifra, hace como que suma en el aire y dice “Veintisiete”. Ya no nos quedábamos tranquilos, de un cálculo a otro variaban ocho euros así que Jose María, uno de los amigos que venía con nosotros (experto en reclamaciones por cierto) le exigió que nos trajeran la lista de precios. Ahí el tipo empezó a ponerse nervioso y a la tercera cuenta quedó perfectamente claro que aquello era el timo del tocomocho en versión feriante. “No, esto son Treinta, los platos a doce euros y los botellines a uno y medio, el refresco a dos”, en realidad aquella cuenta sumaba treinta con cincuenta. Ya no pasábamos por ahí, primero sube, luego baja y otra vez sube. La lista de precios se hizo de rogar, pero llegó, más rápido que las “jodías” patatas bravas. La cuenta quedó así: los platos a diez euros, el agua a un euro y lo único que acertó el prenda fue el refresco, total veinticinco euros, diez de diferencia que el tipo se quería embolsar por su cara bonita, que de bonita tenía poco. El sablazo nos lo dieron si, pero al menos no nos tomaron el pelo, o, por lo menos no nos fuimos con la sensación de quedar como primos, aunque en feria ya se sabe, todo el que pica algo se convierte en primo de inmediato.

El nombre de la caseta me lo reservo para mí, pero para los amigos indicaré que está escrita en el título, aunque negaré haber dicho tal cosa.

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