Cajeras y Plumas

Último viernes de noviembre. Después de recoger a mi señora esposa en el trabajo eventual que, gracias a Dios, ha conseguido para un par de meses, nos vamos directos al Carrefour® a reabastecernos de víveres. La nevera ya estaba medio anémica y el fin de semana es largo y, además, está para disfrutarlo y no para sufrirlo con los agobios de las grandes superficies comerciales. Como ya nos conocemos el recorrido casi al dedillo la cosa fue rápida. Pan, leche, cereales, productos de higiene varios y algún que otro capricho tipo té Twinings® u Hornimans® que uno es muy especialito para cierto tipo de cosas y café no bebe, pero hierbajos se los prueba todos y si son extranjeros mejor que mejor. Como ya he dicho el recorrido no duró mucho, menos de una hora y nos plantamos en las cajas antes de que se formara la de Dios y aquello pareciera un economato soviético. Cuando ya nos tocaba entrar en el carril se nos presenta un señor por detrás con una tarrina de mantequilla en la mano, al pedirnos amablemente pasar delante nuestra le cedimos el paso sin ningún problema. Acto seguido una parejita (chico y chica por si hay dudas) se nos pone detrás, y como, tanto mi mujer como un servidor, somos como somos le preguntamos si llevaban muchas cosas y al enseñarnos solo dos artículos que llevaban en la mano les dije que pasaran delante también. Bueno, dos de dos. Además los chicos llevarían prisa porque las dos cajitas que nos enseñaron eran de condones y, para esos menesteres, siempre es mejor tener tiempo de sobra que las prisas son muy malas. Se despacharon rápido también, incluso contando con que la cajera les dio algo de palique, ya que, por casualidad, conocía a la chica. Ya en faena ejecutamos la técnica habitual: Ana pasa primero y yo detrás con el carro, empezamos a abrir bolsas y a optimizar la carga en cada una de ellas, el material pesado abajo, el ligero arriba, los productos fríos juntos y así hasta completar las bolsas hasta los topes, que hay que ser ecológicos y no utilizar más de lo que se necesita. Todo esto mientras la cajera, una jovencita muy simpática nos comentaba lo contenta que estaba de estar en este nuevo trabajo, ya que al menos aquí podía trabajar sentada, no como en Mercadona® que se tenía que pasar toda la jornada en pie. Entre tanto ya habían llegado nuevos clientes, esta vez un grupo de chicos de unos diecinueve a veintiuno muy arregladitos, bueno, en algunos casos extremadamente arregladitos. Peinados de anuncio de Garnier® y prendas al más puro estilo Beckham. Ya me los había cruzado un par de veces por los pasillos y, por supuesto me había fijado en ellos, porque lo que era difícil era el no fijarse. Uno de ellos, un chaval alto, moreno, delgado con cara de niño que quiere parecer mayor, toma un folleto de la caja y le pregunta a la cajera: “¿Esto que significa que si me cambio aquí me regalan un móvil?”. La cuestión en si no tenía porqué extrañarme, lo que me llamó la atención fue el tono. Si, el muchacho tenía más ramalazo que Kart Lagerfeld tomando el té con Elton John, ambos en bata de guatiné y con rulos. Pero tenía gracia, eso tengo que reconocerlo. Después de un par de afirmaciones más y una cancioncilla que improvisó, todo esto en menos de diez segundos de conversación, le dio por intentar adivinar la edad de los presentes, así en plan numerito de magia casera. Primero le tocó a la chica de la caja, “Tu tienes veintiún años ¿verdad?” Efectivamente, la jovencita le dijo que sí. Acto seguido miró a mi mujer y le dijo “Y esta muchacha tiene…”, rápidamente yo le comenté irónicamente “ a ver si te vas a meter en un lío”. El chico echo un vistazo a Ana y le dijo “¡Treinta y uno!”. “Bien, muy bien, te has librado muy bien del problema” le espeté. Se quedó extrañado por nuestros comentarios y nuestras risas y cuando Ana le dijo que realmente tenía treinta y cuatro se quedó sorprendido. Luego me miró a mí, sinceramente me lo veía venir, así, mientras firmaba el recibo de la tarjeta de débito y le devolvía el bolígrafo a la chica escuchaba como las palabras salían por aquella boca. Me dice, “pues tú debes tener…” vamos a ver cuanto me echa el adivinador espontáneo este, pensaba yo, y me suelta “Treinta y Siete”. “¡Jo tío! Me has matado! Tengo treinta y tres”. Yo me reía, Ana también y el chico se sentía algo mal por haberme echado cuatro años más, casi los mismos que le había quitado a mi mujer. Mientras nos íbamos y nos despedíamos entre risas el pobre aún intentaba arreglar el patón. “No, si es que como vas vestido así de calle pues será por eso, seguro que si te vistes igual que yo pareces distinto”. A lo que yo pensaba, efectivamente, si me visto igual que tú voy a parecer otra cosa, pero no más joven exactamente. En fin, la cosa tuvo su gracia. Tengo que reconocer que algo en el orgullo si que me tocó, sobre todo porque nunca he aparentado mi edad, pero tirando hacia abajo, aún así entiendo que el muchacho se viera confundido, se dejó llevar por la lógica y los prejuicios y cayó en un error, porque está claro, todos prejuzgamos hasta en las cosas más tontas, si Ana tiene treinta y cuatro yo que soy su marido, por narices, tengo que ser mayor que ella, por lo tanto le echamos un par de años más o tres, cuatro en mi caso y seguro que acierto. ¡Mala suerte chaval, puede que la próxima!

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