Yo También Soy Don Antonio

Don Antonio es uno de mis clientes, ahora mismo no recuerdo cuantos años lleva con nosotros, pero bastantes años, no sólo él sino también su familia ya que sus tres hijos son inquilinos de tiempo nuestros. Es una de esas personas a las que se les nota la sabiduría ganada con los años. Un hombre sin estudios, puede que solo los primarios, que todo lo que ha aprendido en la vida ha sido por la vía dura, la de la calle. Un hombre trabajador, tanto que incluso después de jubilarse no puede estar quieto y siempre está buscando algo para mantenerse activo, en la brecha, al pie del cañón. La semana pasada estuvo en mi oficina para alquilarme, nuevamente, un pequeño local en el que poder almacenar material. Digo nuevamente porque es, al menos, el tercer contrato que le hago en el tiempo que llevo trabajando en esta empresa. Sus hijos se dedican a la venta ambulante y él, ahora mismo, lo único que piensa es en ayudarlos. Pues eso, la semana pasada vino a firmar un nuevo contrato y estuvimos un par de minutos hablando, nada profundo, cosas triviales de cómo va la vida y esas cosas. Cómo casi siempre en la mayoría de mis conversaciones, yo escucho más que hablo, interactúo sí, pero siempre dejando llevar el peso al otro, así consigo dos cosas; conocer a mi interlocutor de manera más profunda y, en muchas ocasiones, aprender. Cuando el otro es una persona culta se aprende mucho, cuando la cultura le viene por la experiencia se aprende el doble. Con Don Antonio me ocurrió eso, en un momento, casi sin darme cuenta la conversación derivó a su experiencia en el extranjero, cosa que después me dio mucho que pensar. Este hombre, no, este Señor (así, con mayúsculas) pasó una larga temporada en Francia, concretamente en París y se dedicaba a algo tan curioso como es reparar cabinas de fotos, los fotomatones de toda la vida, si, al igual que el personaje misterioso de “Amelie”. Me contaba que en el tiempo que estuvo allí, jamás tuvo un problema, ni con la gente ni en su trabajo. Que vivió en un tiempo en el que podía dejar una caja de recaudación en el asiento trasero del coche e irse a almorzar al bar de la esquina sin temor alguno. Que notaba como hasta el más humilde de los ciudadanos sentía el máximo respeto por todo lo que le rodeaba, ya fuera este algo una planta o una papelera, que jamás vio a nadie tirar un papel a la calle y que hasta recogían las heces de sus perros sin necesidad de que el ayuntamiento sacara un bando para obligarles. Y eso era en Paris, si, con todos los problemas que tiene una gran (grandísima) capital y en los años en los que aquí aún nos matábamos con el vecino por una cabra de más o de menos, bueno, esto aún sigue ocurriendo.

Y me dirán algunos que en aquella época, pasando los Pirineos, las cosas eran diferentes, que ellos siempre han sido más avanzados y tenían más libertad. Por supuesto, resultará ahora que la dictadura nos hacía más burros a los españoles que al resto de los mortales. Que tirar papeles a la vía pública, lanzar escupitajos, mearse en las esquinas y cosas peores (que las hay) es un acto de rebeldía contra el antiguo régimen o una reivindicación del derecho a ser guarro, que nos ampara la nueva ley de memoria histórica y chorradas por el estilo. Que la cultura del pelotazo, de la que siempre hemos gozado en este bendito país, es un signo de distinción a nivel mundial que hay que cuidar para que no se extinga (aunque no le haga falta ley de protección alguna). O que, ser los primeros europeos en la lista de especies en peligro de extinción es un título que nos hemos ganado a pulso y a mucha honra.

Lo gracioso es que muchas de las cosas que comentaba Don Antonio, sobre las diferencias entre pueblos, sobre civismo y saber estar o convivir, las hice mías hace mucho tiempo y sin tener que salir del país para comparar. Claro que, después de salir todas esas ideas se reforzaron, por desgracia y muy a pesar mío.

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