"Frederico"

Últimamente tengo la extraña costumbre de poner nombres propios a mis objetos de uso cotidiano. En mi casa “El Cabezón” siempre ha sido el ordenador, un nombre heredado de los años de estudiante de mi hermano en Sevilla, los compañeros llamaban así a estos cacharros, bastante acertadamente, ya que el trasto es grande, pesado y como se empeñe en algo no hay quien lo baje del burro, a veces ni “reseteándolo” (que me perdonen los académicos por el uso de esta burrada, no creo ni que exista en el diccionario de la RAE). A mi coche le bauticé “Manolete”, lo compré hará ya más de tres años a una cuñada de mí cuñada -que jaleo- en Córdoba. Como es pequeñito, cordobés y rojo sangre no se me ocurrió mejor nombre que ese. Si, ya sé que el torero no era precisamente bajito, pero, bueno, a mí un nombre en diminutivo me suena a algo pequeño. “Frederico” es como llamamos al piso donde vivimos actualmente y desde que nos casamos. No es que esté mal escrito, no es Federico, es que lo llamamos como en el chiste, si, ese que dice: “-Doctor, vengo porque mi mujer dice que no se decir Frederico. -Pues, yo no creo que lo diga tan mal, a ver, repita conmigo… Federico, Fe-de-ri-co. Muy bien. Pues nada a casita que está usted perfectamente. Cuando llega el hombre a casa le dice a su mujer; -¡María, que dice el médico que estoy perfecto! ¡Sácate la botella de champán del Frederico que vamos a celebrarlo!” Si, el chiste es malo, malo de narices, pero tenía que contarlo para explicarlo.

Esta casa es fría, pero fría fria de verdad. Ahora, en estos días tan entrañables en los que si hiciera calor nos estaríamos quejando porque no es lo que pega, dentro del pisito estamos a unos tres o cuatro grados menos que en el exterior. ¿Cómo puede ser eso? Mire usted, yo no lo se. Estoy seguro de que existe algún tipo de explicación científica basada en aspectos de dinámica de sólidos y fluidos, para mí lo que se produce allí es “La Teoría del Botijo Inverso”, si en la calle hace frío ahí dentro hace más frío y si hace calor en el interior hace aún más calor. Atravesar el umbral del hogar cada vez que volvemos del trabajo o de pasar un buen rato en otro sitio es como entrar en la edad del hielo, el preludio de la glaciación. El sábado pasado sobre las once de la mañana me asusté. Estaba tranquilamente viendo un documental en televisión cuando, de pronto me entraron ganas de bostezar, abrí la boca y la tuve que cerrar de inmediato porque me salió una bocanada de humo tal que pensé que me estaba quemando por dentro. Pero no, no era combustión espontánea, era vapor de agua (“vaho” le hemos llamado toda la vida en mi casa y este si que está aceptado por la real academia). Si, en mi casa no llegamos a los niveles de Siberia (Dios nos libre) pero no se que es peor, porque allí al menos tienen calefacción en las casas, no que aquí con el cuento de que la costa del Sol es todo calorcito y alegría, los constructores se ahorran el aislamiento térmico y los inquilinos nos tenemos que aguantar con lo que hay.

En fin, si las cosas van como queremos que vayan, en cuestión de un añito y poco más estaremos en nuestra vivienda definitiva, que no sabemos si será mejor que ésta, pero, al menos será nuestra y podremos hacerle reformas sin cargos de conciencia. Mientras tanto, seguiremos acurrucándonos bajo mantas y forrándonos con capas y capas de ropa para capear el temporal.

Dicen que el frío es bueno, que forja el carácter y endurece los músculos. ¿Qué quieres que te diga? A mí lo único que me está haciendo es que me encoja y me salga chepa.

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