El Mundo No Se Mueve

Vamos a explicarnos bien, para que nadie se lleve a confusión. La Tierra se mueve, eso lo sabemos todos, rota sobre si misma y se traslada alrededor del sol, también hace un viaje de millones de años girando alrededor del nucleo de la Vía Lactea (esto supongo que lo sabrá menos gente). Lo que parece que no se mueve es el mundo, entendido este como el conjunto de sociedades que comprende la humanidad. A veces, incluso parece que va hacia atrás en lugar de avanzar. O, al menos, esa es la sensación que le da a un servidor, que en sus treinta y tres años ha visto como las nuevas generaciones no han avanzado más de lo que lo hicieron sus predecesoras, es más, incluso lo han hecho peor.

Todas las promesas de progreso, de un futuro mejor y de avances en todo están muy bien, pero no son nada sin “el cambio”. El progreso, el avance y el futuro son inherentes a la sociedad, a la humanidad (podría decir que también al universo, pero no pecaremos de listos ya que ese campo esconde demasiados misterios). El cambio es lo que nos distingue del resto de sociedades terrestres, ya que todas progresan. Si, a ver, pongamos por ejemplo la sociedad natural por excelencia, la colmena, una colmena comienza con el nacimiento de una abeja reina, su reubicación en una nueva zona a colonizar y la inmediata puesta en funcionamiento del sencillo sistema de trabajo, las obreras comienzan a tejer el panal y a traer comida, los zánganos a procrear y la reina a parir como una descosida. En cuestión de pocas semanas tienen un panal de un tamaño considerable, que no deja de crecer. Y en cuanto nace otra abeja reina se lanzan a colonizar un nuevo territorio, que puede estar a dos metros del anterior panal, pero ahí están, creciendo, progresando, avanzando, pero no cambiando. Las sociedades humanas hacen lo mismo, con el valor añadido de que lo forman seres vivos inteligentes (discutible esto cuando se ven ciertos individuos y ciertas comunidades) capaces de adaptarse a nuevas condiciones, no solo climáticas, geográficas y orográficas, sino también sociales. La adaptación suele solucionar prácticamente todos los problemas que se encuentra el hombre, prácticamente todos, repito, excepto el conflicto directo con otro hombre. Es entonces cuando hay que aplicar a la ecuación el factor “Civilización”. En una sociedad no civilizada los conflictos humanos se arreglan a base de tortas, el que quede en pie gana. En una medianamente civilizada siempre existe una previa discusión, cambio de pareceres, charla poco amistosa que acaba arreglándose a palos. En una plenamente civilizada lo que se instituye es la figura del juez, que evita que llegues a las manos con otro, que te lo pienses dos veces o, caso de que llegues a pegarte, que se castigue el hecho de no ser racional. Pero todo esto es consecuencia del cambio, cuando surge un conflicto se presenta una oportunidad de variar, que puede que no guste a todos, pero que , tarde o temprano, debe producirse para poder seguir avanzando. Ahora bien, el escollo principal que encontramos en nuestros días se llama político.

Los políticos deberían catalogarse al mismo nivel que los jueces, a estas alturas eso ya no se puede hacer, pero, en un principio debió ser así. Los primeros dictan leyes y normalizan la convivencia de la sociedad, mientras que los segundos son los encargados de hacer que se cumplan (se que no es exactamente así, pero no quiero profundizar mucho en eso, o no acabaría nunca). Ahora todo está tan mezclado, tan adulterado, tan corrompido que los políticos han perdido todo el prestigio que tenían en sus orígenes, tan solo unos pocos se salvan, el resto son lo que son, lobos con chaquetas de marca y coches caros. Los que se jactan de haber sido revolucionarios se convirtieron hace mucho en reaccionarios y hoy tan solo llegan a protestones de tres al cuarto, recostaditos en sus enormes sillones de piel, dirigiendo el destino de miles de empleados o millones de ciudadanos cómodamente desde sus gigantescos despachos. Lejos les quedan ya los días en los que soñaban con cambiar el sistema desde dentro. Claro que eso era antes, mucho antes de estar ahí. Cuando uno se calza el traje de cachemira, los mocasines de piel de venado y firma los documentos con una Waterman en lugar de con un boli Bic, bueno, digamos que el cerebro sufre una mutación repentina y empiezas a pensar prácticamente como el que ocupaba antes tu puesto, aunque este militara en las filas del “enemigo”. De modo que eso de cambiar queda lejos de tu status actual de potentado, a años luz, tan tan atrás que apenas puedes ver a aquel chaval que se manifestaba en contra de la rigidez del Estado, pidiendo que las cosas mejoraran. No, ahora han mejorado, al menos para tí y es mejor quedarse calladito, mirando hacia otro lado, si, hacia otro, no importa cual, tú y tus amigos siempre diréis que es hacia el futuro y el progreso, aunque no para el cambio.

La edad también influye en todo esto. Parece que exista una especie de espíritu de la estupidez que se apodera de todo ser humano una vez que empieza a rondar la cuarentena. Ataca con mayor virulencia a aquellos que desempeñan un cargo de responsabilidad, sobre todo política y, curiosamente, la gente más humilde suele ser inmune a él. A algunos les alcanza antes, de modo que yo, como todavía parece que estoy a tiempo diré todo lo que tenga que decir antes de que salga mi número en la cola del ultramarinos de los conformistas.

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