El Más Viejo

¿Cuán lejos puede llegar tu mente? Bueno, estoy seguro de que puede llegar muy lejos, dependiendo del tema de que se trate, ya que aquí no se libra nadie, y por bueno o por malo todo el mundo dispone de una mente calenturienta o maliciosa que le puede hacer llegar muy lejos en pensamiento. La pregunta correcta sería ¿cuán atrás en el tiempo puede llegar tú mente? O sea, cual es tu recuerdo más antiguo, aquello que pasó en tu infancia más temprana que puedas ver con casi total claridad. Una imagen, un lugar, una voz, un olor, una persona, cualquier cosa que tu mente pueda recrear, aunque sea solo un trazo fácilmente reconocible.

Mi primer recuerdo data de 1976, creo recordar que era verano, de eso no estoy muy seguro, pero casi podría afirmar que era por la tarde. Estábamos en el pueblo de mi padre, Valverde del Camino (Huelva), en casa de mis abuelos. Yo contaba con tres años y mi hermano, Ildefonso, tenía cuatro. Por aquella época mi hermana, Maria Isabel, era un micaco de poco más de un año, por lo que todo el mundo estaría más pendiente de ella que del resto del universo. Como en el pueblo siempre nos dejaban más libertad que en ningún sitio, porque aquello es otro mundo y por aquella época aún era más tranquilo de lo que es hoy día, mi hermano y yo siempre andábamos de acá para allá correteando, jugando, investigando y descubriendo el mundo, eso si, siempre bajo la atenta mirada y el cuidado de “La Lina”, una perra preciosa, alta, semejante a un Seter Irlandés pero con un pelo negro azabache brillante que la hacía aún más bonita, a la que mi padre crió desde cachorro pero que acabó viviendo con mis abuelos, uno de esos animales inteligentes y cariñosos como solo los perros pueden serlos. Pues bien, aquella tarde, los hermanos Bermejo decidieron ejercer de exploradores de lo desconocido y lanzarse a la aventura de descubrir que es lo que había más allá de la calle de los abuelos. Aún me veo, con mis andares zambos, agarrado de la mano de mi hermano, primero bajando los enormes escalones del jardín y después afrontando con toda la naturalidad del mundo la empinada cuesta que desemboca en un pequeño parque, justo al final de la vía. Durante todo el tiempo que duró nuestra aventura, La Lina estuvo a nuestro lado, vigilando, controlando, siempre alerta. Eso hasta que vio que ya nos habíamos alejado demasiado sin supervisión paterna y se volvió a por la caballería. Al parecer (esto nos lo han contado nuestros padres) cuando la perra volvió sola ya habían saltado todas las alarmas en villa Bermejo y todo el mundo estaba alterado. Por suerte la perra era lista y mi padre la conocía bien, así que cuando también la vio algo alterada solo tuvo que preguntarle una vez; “¡Lina! ¿Y los niños, donde están?”. No hizo falta más, como un rayo se encaminó hacia nuestra posición y en un par de minutos ya estábamos localizados.

Una aventura corta, pero suficiente para dos chiquitos que no levantaban un metro del suelo. Lo gracioso es que, al parecer, nos vieron más de cuatro vecinos deambulando por ahí cual cachorros en un bosque y no se extrañaron. Eso de ver a los zagales disfrutando en la calle a cualquier hora del día es de lo más normal en cualquier pueblo de España. ¡Benditos Pueblos!

Al menos así era antes, antes de toda esta inseguridad que nos hemos buscado entre todos, con penas de todo a cien, condenas reducidas y espectáculos forenses. En este mundo donde se tratan a los asesinos en masa como a estrellas del rock y te repiten hasta la saciedad sus últimas palabras, dándole la oportunidad de pasar a la posteridad y de, por desgracia, crear ejemplo entre los más locos de la humanidad. En un país de “Fernandoalonsos” frustrados, en el que sale más barato matar a una persona pasándole con el coche por encima que tirar una colilla por la ventana (crímenes que, con sus consecuencias finales me parecen muy semejantes) dudo mucho que en un futuro (espero que no muy lejano) vaya yo a perder de vista a mi hijo, aunque este tenga ya veintiún años y solo vaya a comprar el pan a la vuelta de la esquina.

Cuando me llega a la mente ese recuerdo, entre los sentimientos que me asaltan destaca uno, la envida, si, envidio a mis padres, porque aun con toda la alteración del momento, podían estar tranquilos ya que era casi del todo imposible que nos pudiera pasar nada en aquel lugar. Ahora dudo mucho que reaccionaran igual.

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