El mes pasado hicimos una visita a Gibraltar, ya saben, ese pueblecito situado al sur de España y que todavía pertenece al Imperio Británico y rinde pleitesía a su Graciosa Majestad la Reina Isabel II. Nunca había estado y al comentar unos amigos que pensaban ir, nos apuntamos a la idea. Fue el pasado día ocho de septiembre, sábado.
Gibraltar es un lugar pintoresco, extraño, con una de esas mezclas que sólo se pueden dar en Andalucía. No me imagino un pueblecito como este en la costa catalana o en la gallega, no le pega. Reconozco que lo primero que me llamó la atención fue El Peñón. Imponente, realmente impresionante, dominando toda la bahía de Algeciras. No es el punto más septentrional de la Península Ibérica, pero si uno de los más llamativos. Lo segundo que me sorprendió fue el Royal Airport of Gibraltar, puede que una de las pocas pistas del mundo en las que los aviones despegan y aterrizan mirando al mar. Y también puede que la única en la que se permite el paso de peatones y tráfico rodado para atravesarla, porque, de hecho es el único paso que existe para llegar a la ciudad por tierra (y también por aire, claro está). Atravesar ese extraño trozo de tierra al que llaman frontera, es toda una experiencia. Ves a los militares, chicos y chicas jóvenes, con su impecable uniforme negro y blanco y esos galones dorados sobre negro en las hombreras, con una planta estupenda, orgullo de la Royal Army, Navy o Air Force que te reciben hablando esa mezcla de Inglés de British Overseas Territory y Español de Cádiz, “Llanito” le llaman. Me pasé todo el día esperando que uno de los muchos policías y marinos que me crucé por Main Street se saludaran con un “Hello Pisha!”. Pero me quedé con las ganas. Tan sólo escuché a unas ancianitas preguntando “Cuanto tarda el Bas?” (Bus), mientras otra le contestaba “Sólo tuenti minits!” (Twenty minutes). Fue gracioso, me recordó a cuando mi abuela nos contó cuando coincidió cenando en un restaurante de Almería con ese actor tan guapo, el “Jimbo 07”, refiriéndose a Pierce Brosnan.
Atravesar la antigua fortaleza británica que da entrada al antiguo sitio, es toda una experiencia. Es como pasar a otro mundo. Si no fuera por el bullicio de la gente y las innumerables tiendas dirías que estás en un pueblecito costero inglés. Aunque, en verdad el sentimiento es más parecido al de estar en el corazón de un parque temático. O uno de esos centros comerciales que simulan un lugar o una época determinada de la historia. Si, sigue conservando sus símbolos imperiales. Ves escudos y placas por todas las esquinas. Edificios históricos, monumentos y recordatorios a los valientes soldados británicos que murieron en el cumplimiento del deber y defendiendo el pedrusco, a su majestad (el/la que correspondiera) y el “british way of life”. Pero, realmente, allí se vive del comercio, de la venta de artículos “duty free”, del alcohol, del tabaco, de los caramelos y del chocolate (tanto del que se come como del que se fuma, aunque este no esté oficialmente reconocido) y eso se nota en todo el ambiente. Hay una masiva estampida de turistas de todas partes, principalmente británicos y españoles que se lanzan en tropel sobre las tiendas antes de que cierren con el fin de llevarse todo lo que pueden encontrar en las tiendas de su barrio, sólo que más barato y en formato XXL.
Como antes dije, la visita la hicimos el día ocho de septiembre y, sinceramente, lo que más nos llamó la atención, fue la enorme cantidad de banderas que vimos colgadas de las fachadas de los edificios. No me refiero a edificios oficiales ni hoteles, no, las viviendas estaban prácticamente tapizadas con los colores nacionales. La enseña roja y blanca y la Union Jack estaban por todas partes. En principio nos preguntamos si esto era así siempre, si todos los días celebraban el orgullo de ser británico y gibraltareño, pero luego pudimos comprobar que no. En realidad estábamos a dos días de la celebración del Día Nacional de Gibraltar, el diez de septiembre. Día en el que los treinta mil gibraltareños ratificaron, mediante referéndum, la negativa a formar parte de España en 1967.
En fin, consideraciones políticas e históricas aparte, tengo que admitir que aquello me dio bastante envidia. Ver los símbolos nacionales a dos días vista de una celebración es algo que aquí, en España, a escasos dos kilómetros de todo aquel despliegue de colores rojos, blancos y azules, es prácticamente imposible, a no ser, claro está y por supuestísimo, que la selección de fútbol juegue la final del campeonato del mundo contra Brasil, entonces se pinta la cara de rojo y gualda hasta Juan José Ibarretxe. No, aquí lo menos que te pueden llamar por sacar la bandera al balcón de tu casa el día de La Hispanidad es retrógrado fascista, y de ahí para arriba (o para abajo). Sentirse orgulloso de ser español es algo muy difícil cuando se te pone en contra medio país y el otro medio calla y esconde como un cobarde. Es una lástima que en este lugar, treinta años después de acabar con el antiguo régimen, aún haya quien confunda los símbolos nacionales con el estado anterior, el patriotismo con fascismo y, lo que es peor, quien saque beneficio político de ello.
La bandera, la corona y los símbolos nacionales no debían ser motivo de discusión política, ni de conflicto social, ni de ningún tipo de polémica. Con todo eso y con lo que vendrá, porque aún vendrán más gilipolleces del estilo, el sentimiento más común es el de vergüenza y no el de orgullo.
En fin, otra historia más de la parodia nacional. Nacional… nacional… ¿Se puede decir nacional a estas alturas?
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