Todo el mundo tiene anécdotas sobre su trabajo. Las relaciones humanas que se desarrollan en un espacio limitado, en el que estás obligado a pasar ocho horas (mínimo) de tú día a día, genera muchas situaciones, tanto buenas como malas.
Desde hace un tiempo, siempre que nos reunimos los amigos, para ir a cenar o en casa de cualquiera, la conversación del trabajo aparece como tema recurrente. Por supuesto, yo cuento también alguna de las cosas que me ocurren en la oficina y alrededores, porque ese sitio tiene historias para reír y también para llorar. La de hoy no se exactamente donde catalogarla, supongo que dentro del amplio abanico de la mediocridad en el que sobresale mi ciudad.
Que China está invadiendo el mundo occidental de manera silenciosa es algo que conoce todo el mundo. Sus tiendas de productos de bajo precio y peor calidad inundan los barrios de todas las grandes capitales y las cabeceras de comarca. Los restaurantes chinos y de comida asiática (wok) surgen como setas en todos los centros comerciales del país. Hay una especie de fiebre oriental que inunda todo y hasta en los colegios se está enseñando mandarín, con muy buena visión de futuro ya que ese país va camino de convertirse en la primera potencia comercial mundial. Pero claro, esa es la parte más o menos bonita de la expansión económica del gigante rojo. En sus niveles más bajos se encuentra lo que yo quiero comentar aquí. El Polígono Guadalhorce está atestado de empresas de importación asiáticas, todas las que residen aquí se dedican al comercio al por mayor de productos importados de China, derivados textiles y del petróleo en forma de prendas de vestir, complementos, menaje, cosmética, juguetes y demás accesorios que puedan imaginarse. Cada nave en la que estas empresas tienen su sede social, está regentada por una familia. Perdón, ¿he dicho regentada?, quería decir habitada. Si, habitada porque es ahí donde viven, en una nave industrial. En ella cohabitan padres, madres, hijos, hijas y todo lo que se pueda imaginar, aunque, sinceramente, esto último es mejor no hacerlo, porque se puede hacer realidad y eso no mejoraría demasiado la triste imagen que ya de por sí existe.
¿Cómo se que esta pobre gente vive ahí? Bueno, no es que yo sea un Sherlock Holmes o un Hercules Poirot, pero algunas capacidades deductivas si que tengo y, bueno, lo obvio es obvio para cualquiera, excepto para aquel que no quiere ver, claro está. Si cuando llegaba al trabajo en verano, a eso de las ocho de la mañana, me encontraba todos los días con el mismo señor, asiático, de mediana edad, practicando jogging por la vía principal del polígono y, al mismo tiempo, en una calle paralela, me cruzaba con otra señora, también asiática y también de mediana edad, haciendo ejercicio físico, en pijama. Si durante todo el año puedo ver como, por los jardines y parterres de la zona, estas familias se dedican a cultivar todo tipo de plantas y legumbres que, después cocinan dentro de las mismas naves que ocupan. Si todos los días del curso escolar, se pueden ver a niños portando mochilas enormes, yendo y viniendo de las naves, por las mañanas y por las tardes, pues la cosa está más o menos clara, o, al menos, eso es lo que creo yo. Las últimas pistas de esta triste situación son los secaderos móviles de pescado que de vez en cuando nos instalan en los jardines de nuestra calle, de los que pongo una foto para que el que no me crea y compruebe lo realmente asqueroso que puede llegar a ser moverse por el gueto en el que se está convirtiendo este polígono. Y el tremendo caso del ciudadano chino que hace un par de días escaso falleció a causa de la malaria en un hospital de la capital. Lo recogieron los servicios sanitarios de urgencia de la misma calle, se lo encontraron moribundo, tirado, literalmente, en la calzada de una de las calles de este lugar dejado de la mano de Dios. Supongo que sus compañeros y/o familiares, se encontrarán en situación irregular (obviamente) y viendo que la cosa se iba a poner bastante fea, si, además de estar de ilegales, les encuentran con un cadáver en el zulo en el que deben vivir, optaron por deshacerse del cuerpo antes de que se convirtiera en un problema aún mayor.
Triste ¿verdad? Pues aún lo es más el saber que las autoridades locales, provinciales y autonómicas conocen estos casos de primera mano y son incapaces de hacer nada en absoluto. Todo por culpa del dinero (el puto dinero siempre tiene la culpa de todo) y las buenas relaciones comerciales que ahora todo capitalista quiere tener con el país de los mil millones de rojos forzosos. Cosas que se entienden perfectamente cuando se comenta por los mentideros que las empresas chinas que se establezcan en la provincia, al menos en esta, tienen cinco años de exención fiscal, o sea, un lustro libre de impuestos, que genera la picaresca oriental (que también existe) e implica que casos como estos se den, cada vez más a menudo.
Si, una auténtica lástima.
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