El valor no te hace pensar, ni te para a estudiar la situación, el valor te hace actuar.
Esto ocurrió hace un par de semanas. Justo antes de Semana Santa, cuando media España se volaba por el viento y a la otra media se la llevaba el mar a fuerza de golpes. El temporal de este año cayó en marzo, todos los años hay uno y, para variar, todos los años nos pilla igual de preparados que el anterior.
En La Coruña, el Atlántico se enbraveció de tal manera, que se llevó por delante medio paseo de Riazor y, por supuesto, todo lo que pilló por delante. En una de las embestidas, una de las olas saltó por encima del paseo empujando hacia tierra a coches, mobiliario y personas, entre ellas un niño de doce años que iba de camino a un colegio cercano. El problema en ese momento no era que Neptuno se estuviera divirtiendo haciendo caer a todo el mundo al paso del oleaje, lo malo era el retorno del agua, la resaca, esa corriente proporcionalmente inversa a la fuerza con la que el mar entra en tierra, aún más peligrosa que la primera porque una vez que algo es arrastrado allí queda a merced del capricho de las aguas y, aquella mañana, no estaban precisamente calmas como para darse un baño de placer. Un SEÑOR, así con mayúsculas, que vio la situación de peligro en seguida, no dudó en lanzarse a socorrer al chaval que pedía auxilio, desesperado sin saber cómo salir de aquello. Se lanzó a por el chico y no paró hasta alcanzarlo y agarrarlo para tratar de evitar que fuera arrastrado por la enorme ola. Por el camino, el indómito océano les arrastró por toda la calle, golpeándolos contra suelo, árboles, muebles y todo lo que encontraran a su paso, pero el hombre no cedió ni un milímetro ante la fuerza arrolladora de la naturaleza. Al final, Poseidón dejó su huella pero no pudo llevarse más que cascotes y ramas, ni un alma pudo arrebatar, a Dios gracias.
Al día siguiente las televisiones iban como locas tratando de encontrar al salvador. ¿Quién sería ese hombre? ¿Qué fortaleza, qué humanidad, qué poder le guiaría? Cuando lo encontraron la impresión fue aún mayor. Sesenta y cuatro años, complexión media, campechano y, eso si, con la actitud más generosa del mundo. "He hecho lo que cualquier otro en mi situación hubiera hecho", afirmaba el señor con la cara todavía hinchada, algún que otro morado y el brazo en cabestrillo, quitando importancia a su hazaña. Cuando le preguntaron si pasó miedo no pudo evitar emocionarse, pero, una vez compuesto, y con toda la seriedad del mundo dijo "Yo ya he vivido mucho y él tiene mucho que vivir", dejando claro que por la vida de ese niño, por el futuro de ese joven, merecía la pena arriesgarlo todo, hasta su propia vida y eso sin conocerlo de nada.
Hay veces en las que la humanidad me sorprende gratamente con destellos como estos. Acostumbrado a los males del hombre, al terror y a la barbarie manifiesta con la que los noticiarios nos deleitan a diario, encontrarse con perlas de este tipo es, entre otras cosas, esperanzador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario