21 julio 2008

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Quedar con los amigos cada vez se está poniendo más difícil. No por el hecho de hacer coincidir agendas, no, sino porque una vez que estamos juntos es complicado ponerse de acuerdo en el lugar donde parar a tomar algo. Ayer fue un claro ejemplo. Una noche que no tuvo desperdicio.

Los veranos son de lo más animados en una ciudad como Málaga. El centro se llena de gente que va, viene, atesta las terrazas y pasa el tiempo intentando huir un poco de la monotonía de la semana, evitar los calores de las casas y, por supuesto, tratar de relajarse buscando un poco de ocio. El tapeo es una de las principales formas de hacer esas tres cosas. Quedamos en calle Alcazabilla con Ismael y Maricarmen, aún no conocíamos a su hija, María, que es muy pequeña y apenas hizo más que dormir mucho y llorar un poco. A la hora de cenar, de cenar María claro, se marcharon a casa y allí nos quedamos Luis y Elena, Josemari y Vero y nosotros dos. Había hambre, así que se propuso ir a tomar algo, cualquier cosa. No, perdón, cualquier cosa no puede ser ya que excepto Ana y un servidor, el resto están en plena dieta Montignac.

Llegados a este punto, hagamos un inciso y expliquemos en que consiste esto de la Dieta Montignac. Michel Montignac es un francés (obviamente, con ese nombre no iba a ser de Alcorcón) licenciado en Ciencias Políticas, que ha orientado su vida profesional al desarrollo de estudios destinados a conseguir la reducción de la obesidad en las personas. Su método, también conocido como la Anti-Dieta, se centra en los “índices glicémicos” de los alimentos. Y, creanme, es muy efectiva. Esta dieta no deja con hambre al que se somete a la misma, ya que el individuo puede ingerir grandes cantidades de alimentos, el problema es que no puede mezclar los mismos para no alterar el índice glicémico de la ingesta.

Por lo tanto, nos encontramos un sábado por la noche, en pleno centro de la capital, buscando un restaurante, bar, bareto y/o tugurio en el que sirvan, entre otras cosas un buen filete a la plancha, sin patatas (las patatas están prohibidas). En algo tenía que venir mal lo de la nueva cocina española. Tanto caramelizado, emulsionado y demás técnicas que utilizan azucar hasta para endulzar el azucar, hace del todo imposible que se encuentren ya sitios en esa zona en el que se pueda comer algo tan sencillo como unos huevos fritos, pero de los de verdad, no de esos que te sirven en un chupito y que se beben rociados de un chorreoncillo de grasa de chorizo para que le de regustillo rústico. Veinte minutos después de dar vueltas y revisar cartas en todas y cada una de las esquinas que nos cruzábamos, acabamos en el “Orellana”. Sinceramente yo creí que sitios así ya no existían en el siglo XXI y que todos los antros de este tipo habían desaparecido debajo de una enorme capa de suciedad y mal gusto. Un auténtico bar de los de antes. Una barra y cuatro banquetas altas. Atestado, hasta el tapón, como dicen en mi pueblo. Una carta tradicional de tapitas rebozadas, pinchitos de toda clase y poco más. Decoracíon, por llamarle de alguna manera, lograda a base de ir colocando de todo, desde postales a fotos añejas y calendarios de hace años, en cualquier rincón posible. Limpieza, nula, no es que sea deficiente, es que no existe. Una fuga de agua en el primer escalón de la entrada estaba cubierta por un cartón, que cambiarían conforme se iba mojando. El techo tenía una especie de lona sujetada por cuerdas a la pared, a estas cuerdas las recubría una capa de moho, mugre, grasa y polvo de hace lo menos diez años que, de seguro, alberga más de una nueva especie endémica.

Se me ocurrió preguntar por el servicio, y me dijeron que escaleras arriba. Una vez que me contestaron me sentí en la obligación de usarlo, aunque conforme iba subiendo escalones se me iban quitando más y más las ganas de cualquier cosa. Al tercer peldaño la temperatura ya había subido lo menos diez grados con respecto a la planta de calle. La cocina debe de tener salida al piso de arriba y no al exterior. Cuando llego arriba me surge un dilema, tres puertas sin señalizar. Una cerrada, la descarto, dos entreabiertas con luz dentro y azulejos blanquecinos, opto por la de la derecha. Me encuentro un lavabo, un inodoro infesto, sucio y, por supuesto, con el recuerdo presente del último que subió, y una papelera de medio metro de fondo llena de papeles asquerosos hasta la boca. Hago de tripas corazón, me acerco diligente a la taza y hago lo que tengo que hacer rápido, sin dejar de mirar a todas partes, por si apareciera algún bicho inmundo de los que tanto me gustan. Como puedo atino en el centro ya que un falso techo me impedía acercarme, de modo que tuve que sacar mi mejor maniobra y aplicar la mayor de las presiones. Cremallera arriba a toda velocidad. Empujo el dispensador de jabón y, gracias a Dios, hay algo que se le parece. Abro el grifo y descubro una cría de bicho asqueroso en medio del lavabo, le echo agua para que se vaya, se va por el desagüe (¡muere mardita!). Cierro el grifo, agarro un montón de papel higiénico, me seco, contribuyo a la pila de papel con más papel y salgo de allí a toda velocidad. Me pica todo el cuerpo, es psicológico, lo se, pero no puedo evitarlo. Me como un pinchito y cuatro trozos de chistorra a toda velocidad, me bebo un botellín de agua, a morro, nada de vasos, por lo que pueda pasar. Le comento mi experiencia al resto, a Elena se le quitan las ganas de subir. Pedimos la cuenta, nos clavan siete euros por cabeza, treinta y nueve en total, por un pinchito escuálido y cuatro trozos de chorizo. Los pago con gusto de saber que voy a salir de allí. Antes de salir miro a mi derecha y me veo reflejado en un enorme espejo, sucio también por supuesto, y pienso “tío, pintas aquí menos que un hare-krishna en una corrida de toros”. Salimos de allí y la gente entraba diciendo “corre que sale gente”. No lo entiendo, un sitio sucio, feo, caro y la comida no es algo del más allá, pero estaba a tope y, lo que es más incomprensible, estaba abierto. El tal Orellana debe de tener un primo en el ayuntamiento, porque he visto a sanidad cerrar sitios mejores por menos de lo que había allí.

En fin, esto es Málaga, la ciudad de los contrastes.

Lo que pasó en el postre lo dejo para otro post.

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