La Carnicería Del Infierno

¿Donde estaba yo en 2001? Esa ha sido la pregunta que se me ha venido a la cabeza mientras charlaba un rato con mi amiga Eli, que vive en Estocolmo desde hace un par de años y a la que "facebook" nos ha vuelto a reunir después de mucho tiempo sin saber uno del otro.

Todo ha surgido a tenor de una frase que he escrito yo, sobre mi estado de ánimo general, que no pinta muy bien estas últimas semanas. Será el frío o la crisis que me está minando la moral. En la crisis de 2001 fue cuando Eli se fue de España, para volver sólo en vacaciones. ¿Donde estaba yo entonces? No recordaba una crisis por aquella época, hasta que me dijo que se refería a la terrorista, la de los ataques a las torres gemelas.

Por aquel entonces yo acababa casi de terminar la carrera y me había incorporado a mi primer puesto de trabajo. Entré de administrativo contable en prácticas en una empresa de productos cárnicos. El puesto no pintaba mal, hasta que pasaron unas semanas y me di cuenta de como era aquello. Ahora me río de todo aquello, pero en su momento fue casi traumático. No voy a mencionar nombres, más que nada porque uno sigue considerándose un caballero y porque, a estas alturas ¿qué más da? Aquella empresa estaba en una nave industrial de un polígono, cercano, más o menos, a donde me encuentro trabajando actualmente. Se dedicaba, como ya he dicho a la manufactura de productos cárnicos y las oficinas, donde yo realizaba mi trabajo, estaban ubicadas en la planta alta de la nave. Las instalaciones estaban tan bien diseñadas que los extractores de la zona de producción se encontraban debajo de las oficinas, con lo que todos los días llegábamos a casa oliendo a salchichas, o a lomo adobado, o a cerdo ahumado... lo que tocara en el menú. Yo tenía relativa suerte porque mi mesa se encontraba cerca de la puerta de entrada y en la parte de abajo creo que había una sala de despiece o un almacén, los que se sentaban al fondo lo hacían sobre una cámara frigorífica, que estaba tan bien aislada que en invierno tenían que trabajar con el abrigo puesto. Las oficinas estaban divididas en dos zonas, la zona de trabajo y la zona de archivo. A esta segunda yo le llamaba, cariñosamente, "El Inframundo". Cada vez que tenía que ir al otro lado de la nave, tenía que atravesar un puente sobre "El Río Estigio", que comunicaba las dos zonas por encima de la fábrica. Cada vez que pasaba por allí tenía que contener la respiración, porque el olor de los aditivos y aderezos de las carnes era nauseabundo cuando estaban concentrados. Recuerdo una de las máquinas con total claridad, "La Inyectadora", Una especie de camilla de acero conectada a un aparato con seis u ocho agujas de un calibre enorme, esta máquina se encarga de inyectar todos los productos (aditivos, conservantes y demás) que hacen que la carne dure más y parezca mucho más grande que antes. Ese agua que sale de los filetes cuando los pasas por la sartén, no es agua.  La máquina en cuestión se encontraba bajo el puente, a una altura de unos cuatro metros y a unos seis o puede que más del techo. Pues bien, un día, yo todavía no trabajaba allí, me contaron que uno de los tubos de la máquina reventó y lanzó el líquido por toda la pared hasta el techo. Y para atestiguar aquello, había una mancha de un considerable tamaño. La mancha tenía, ¿como decirlo para explicarlo en pocas palabras?, tenía vida propia. Por esa y otras muchas cosas dudo que un inspector de sanidad hubiera visitado aquello nunca. Pasado el puente y cruzada la puerta del otro lado, accedía a la zona de archivos. Dispuestos por las paredes había dos o tres armarios, repletos de archivadores con facturas y albaranes, clasificados de un modo que parecía que lo había hecho un criptógrafo. El suelo estaba hecho de listones de madera, sobre una estructura de hierro, puesto por los mismos empleados de la empresa para ahorrar costes, exactamente no se como estaban sujetos, si es que lo estaban, porque cada vez que pasaba junto a uno de los armarios, estos se inclinaban para saludarme, entre eso, el olor y el crujir de la madera, aquella zona daba un yuyu que te mueres.

Tenía dos compañeros por la mañana, uno de ellos llevaba como cinco años en la empresa, los cinco sin vacaciones (como leéis), el otro era el sobrino del jefe, pero no penséis que era su ojito derecho, se llevaban a matar y, de hecho, se fue de la empresa dejando plantado al tío un par de semanas antes que yo. Los dos realizaban tareas administrativas y de producción, vamos que valían tanto para un roto como para un "descosío". Un día facturaban o preparaban escandallos y otro cargaban con media vaca y cuarto de cerdo. Los dos estaban hasta las narices del jefe, ahora explicaré porqué. Por las tardes teníamos un compañero más. Un amigo del jefe que trabajaba de interventor en una sucursal de Unicaja, iba a conciliar bancos todos los días para sacarse un sobresueldo, muy buena persona, cordial, afable, comprensiva, éste soportaba más o menos al jefe, pero poco antes de irme creo que alcanzó su nivel de tolerancia. Ese era un don del gerente, hartar hasta al más paciente.

El jefe era modélico, pero en el mal sentido. Vamos era un tipo de libro, del manual del mal jefe. Su idea de organizar la empresa era la de ir dando gritos a todo el mundo. Mal pagador como él sólo. Trataba tan mal a los proveedores que llegó un punto en el que casi nadie quería venderle género. Un día le vi esconderse de un transportista al que debía lo menos dos meses de atraso, salió por una puerta mientras me hacía gestos de, no digas donde estoy, como un niño chico jugando al escondite, como por aquel entonces a mí ya me debía también dinero (y eso que tan sólo llevaba un mes trabajando allí) le dije al chico que saliera otra vez y fuese al muelle de carga que se estaba escondiendo allí. Y lo pilló. Con los clientes era diferente, se le hacía el culo limonada cuando hablaba con cualquiera, los invitaba a echar una tarde en el puticlub y cosas así (no se si iban después, pero decirlo por teléfono lo decía). Lo que más me alucinaba de sus conversaciones con los clientes era la forma de despedirse "Adios fulanito, adios... ámame, ámame". Cada vez que recuerdo esas palabras un escalofrío me recorre la espalda, porque me lo imaginaba amándose con el cliente. Tramposo como nadie. En aquel año hubo en Málaga una tormenta eléctrica del copón, cayeron rayos por todas partes y en la zona se fue la luz por unas dos horas aproximadamente. A la producción no le ocurrió nada, eso lo atestiguo yo que estaba allí y en dos horas sin luz no ocurre nada en una fábrica como esa. Pero este tipo se buscó las vueltas para meter una partida de carne que se le había pasado y que guardaba desde hace meses para intentar colársela a la empresa que se la vendió. Llamó a un notario, certificó todo lo acontecido, llenó un camión de reparto con esa carne y unos despojos más, metió oculto una transpaleta para que pesara más y lo mandó al vertedero, que sólo pesa a la entrada y no a la salida, con lo que reclamó más cantidad a la compañía eléctrica. Un fraude en toda regla, que no se si le salió bien porque no me quedé allí el tiempo suficiente para comprobarlo, gracias a Dios. Eso es sólo un ejemplo de como era, porque en un par de meses recopilé anéctdotas como para llenar unos cuantos capítulos.

De aquella experiencia lo único que saqué en claro es que si quieres que te respeten tienes que hacerte respetar. Lo mejor que se puede hacer con tipos como estos es levantar un muro y defender tu espacio, porque a mí, desde el primer día, no se atrevió a levantarme la voz y eso que la tuvimos buena, justo antes de irme, pero esa es otra historia, que tal vez cuente dentro de otros ocho o diez años, cuando tenga otro día de nostalgia.

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