El Palo

Sábado, veintiuno de febrero de dos mil nueve. Vamos, hoy mismito. Ha hecho un día de escándalo, algo de viento fresco, pero sol a raudales, de ese que llevamos meses echando mucho de menos.

Ayer, cosas de la telepatía marital, tanto mi mujer (Anita, ya la he nombrado varias veces aquí) como un servidor pensamos que sería una buena idea ir a pasar la mañana en el Parque de la Paloma. Un precioso y enorme parque dentro de Benalmádena, muy cerquita del mar y caracterizado por tener sueltas, en libertad, cantidad de aves acuáticas (Cisnes, Ánsares, Ánades, Gaviotas...). Siempre disfruto como un tonto cuando voy a ese sitio. Lo recomiendo como visita inexcusable si se pasa por esa ciudad, y si se es amante de los animales también.

Después de un buen rato de dar vueltas y más vueltas por el lugar, tras un centenar de fotos (¡Dios bendiga a la fotografía digital!) pasamos a la vera de un terraplén, por su parte baja, nosotros nos encontrábamos junto al estanque, que es el corazón del parque. Yo no me dí cuenta, pero Ana se percató de que en la parte alta del terraplén había unos niños jugando, tres concretamente, dos niños y una niña. El niño mayor, de unos diez años estaba intentando ayudar al pequeño, que tendría seis o siete a subir. El pequeño, fuertote y moreno estaba algo desesperado porque resbalaba sobre la tierra y el miedo le hacía incapaz de afianzar los pies. No me lo pensé dos veces, le dí a Ana la cámara y subí todo lo deprisa que pude por la cuesta. Tengo que reconocer que hasta a mí me costó un poco. Cuando llegué a alcanzar a los dos chicos, el pobre pequeño era un mar de lágrimas. Nada más verme me buscó con las manos porque sabía que su hermano (a mí me parecían hermanos) no podía ayudarle. En cuanto lo sujeté empezamos a subir. Yo iba dándole ánimos y seguridad, "venga", "vamos", "que ya estamos" le decía una y otra vez para que cogiera fuerzas. El pobre se agarraba donde podía. Vió una palmera y se lanzó a por sus hojas instintivamente. "Cuidado que pinchan" le dije yo, pero él seguía tirando de las hojas. Cuando llegamos arriba del todo, ya se le había parado el llanto. Se sentó en un banco mientras sus hermanos le rodeaban y le ponían la mano encima para calmarlo.

Ni a coger aire le dió tiempo, cuando levantó la vista, me miró a los ojos y me dijo: "¿Me puedes coger el palo?". "¿Qué palo?" Le respondí yo entre risas, mientras que su hermano le decía "Anda Jorge, déja el palo". Cuando pasé a su lado para alejarme, le pasé la mano por la cabeza, mientras le ponía una sonrisa.

De camino al encuentro con Ana no podía dejar de reírme. Es increíble como son los niños. Estuvo a punto de dejarse la piel y hasta de romperse algo si hubiese caído por el terraplen, pero lo que más le preocupaba en ese momento era haber perdido su palo. ¡Que envidia me dió el joío en ese momento! ¡Que fácil olvidan las cosas!

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