uando un día empieza mal... Bueno, no tiene porque acabar igual de mal, pero ya te deja con ese regusto amargo, con esa sensación de que hay algo que no funciona.
Hacía mucho que no hablaba de las cosas que me ocurren en la carretera. Simplemente porque un día decidí que me iba a tomar todo con más calma. Relax, relax. Yo voy a lo mío cumpliendo las normas, y el resto que haga el loco y se mate, pero que a mi no me salpique. Así que, cada vez que cojo el coche, pongo Radio 2 Clásica y trato de disfrutar del paseo (la mayoría de las veces obligado) intentando abstraerme del infernal mundo de asfalto que me rodea. Pero, claro está, eso no evita que a veces, muchas veces, me tope con algún que otro idiota redomado. El de hoy se ha colocado directamente en el numero uno de mi lista de "reyes de la carretera", por delante del camionero que se me plantó enfrente en dirección contraria diciendo que me apartara, del motero que me arrolló el coche en la rotonda del Ikea y de la pava que me hizo frenar en seco en plena autovía porque ella tenía que salir por encima de todo y de todos.
Ocho menos diez de la mañana. Salida de Málaga dirección Torremolinos-Algeciras. Voy por el carril derecho a la velocidad máxima permitida en ese tramo, 60 km/h. Apenas me acompañan cuatro coches en ese momento, todos van por el carril izquierdo a más velocidad. Miro por el retrovisor y veo casi encima mía a una furgoneta Volkswaggen blanca que pone el intermitente y hace un cambio brusco de carril, acelera, se pega al coche que en ese momento me estaba adelantando y sin poner intermitente derecho, vuelve a girar bruscamente hacia mi carril, tan cerca me pasa que me obliga a frenar, le toco el claxon para avisarle de que estoy aqui, por si no me ha visto y el tipejo me saluda levantándome el dedo corazón. Como uno es bien educado, le devuelvo el saludo. En ese momento al muy idiota se le calienta la única neurona que le estaba bailando en la cabeza y me frena delante (no le funcionan las luces de freno de la tartana que maneja) le esquivo cambiando rápidamente de carril, por suerte no venía nadie. Todavía estamos en la curva de salida, unos doscientos metros más adelante, donde pasamos a una zona de 80 km/h. Yo sigo por el carril izquierdo y él se queda atrás. Lo veo acelerar hasta volver a ponerse a mi altura. Vuelve a girar bruscamente, se incorpora a mi carril delante mía y vuelve a frenar. Lo veo mirarme por el retrovisor y le devuelvo la mirada mientras hago girar mi dedo índice sobre la sien preguntándole si está loco, aunque la respuesta a esa pregunta estaba más que clara. De ahí siguió su camino delante mía hasta que tomó la salida de la feria, por supuesto cruzó los tres carriles sin poner intermitente, ¿para qué ponerlo? Total, si el sabía donde iba.
Después, cuando me paro a pensar, me doy cuenta de que la culpa de que me pasen estas cosas es mía. Mía por entrar al trapo tras la provocación de un tunante cualquiera, que por no saber no sabe ni conducir bien. Culpa mía por acomodarme a usar el coche, en lugar de buscar una forma alternativa de desplazarme (la bicicleta por ejemplo) que aparte de ser más económica, sana y divertida, me ahorraría muchos disgustos de este tipo. Culpa mía por vivir todavía en un país lleno de garrulos sin educación, cuyo mayor éxito académico en la vida ha sido sacarse el carné de conducir, y ni siquiera al primer intento. Y culpa mía por respetar las normas de circulación, cosa que me convierte en bicho raro de la carretera, objeto de mofa y disgusto del resto de conductores (muy a honra mía) que se piensan que el código de circulación es como La Biblia, que sus versículos se pueden interpretar del modo que a uno le convenga.
Cuando me ocurren cosas como estas, me dan ganas de liquidar toda la vida en mi ciudad y largarme a otro lugar más tranquilo, lo más alejado posible de esto a lo que llamamos "civilización". Ir a vivir al campo, a un lugar donde los animales pasten libres en el campo, no como aquí, que están detrás de un volante.
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