magínense la escena. Viernes de feria en Málaga, por la tarde, a eso de las ocho. Los caballistas y caleseros ya vienen de regreso del Real, de pasar un día dando vueltas a lomos de sus corceles o de conducir sus "hermosos" coches de caballos. También de bailar, cantar, comer y beber, sobre todo beber, porque la feria está hecha para trincar mucho, con premeditación y alevosía.
A mi la diáspora me pilla en un parque infantil del barrio de Teatinos, corriendo detrás de Lucas, jugando a la pelota, tirándome por toboganes y montándome en columpios. La feria no la piso desde hace años, y más años espero que pasen sin pisarla. A cada equino que nos cruzamos tenemos que dejar de jugar y nos quedamos mirando como camina por la carretera, al paso, haciendo sonar los cascabeles que adornan los correajes, y escuchando el sonido de los cascos; "cloc, cloc, cloc". Lucas señala a cada animal con sus enormes ojos abiertos como platos y me mira diciendo "papá, papá, ¡hiiiiiii!" y yo me tengo que reir, porque no es porque sea mi hijo, pero el chico, con sólo dos añitos nos ha salido muy despierto y muy gracioso.
Lo de los feriantes caballistas y caleseros es como lo de ser padre, todo el mundo puede serlo, no te piden que te saques un carné, pero en muchos casos debería de ser obligatorio. El primer carro que nos encontramos va completito. Dos cocheros, muy profesionales los dos con su uniforme de gala (camisa blanca, pantalón oscuro y sombrero de paja) padre e hijo diría yo, por el parecido físico y la estructura corporal, el más joven cerca de los cincuenta, el mayor ya hace tiempo que peina canas. Detrás, cuatro pasajeros, mamá, la abuela, la niña y un chaval de la edad de la niña, que tenía pinta de ser el novio rebelde, muy moreno y vestido para ir a la playa, aunque no viniera de allí (las camisetas de tirantas son para hacer deporte, nada más). Seis personas en total, seis y bien hermosas, montadas en un trasto que, si tuviera que pasar la ITV, los técnicos de la inspección lo quemaban antes de dejarlo salir a la carretera. Tirando de semejante y típica estampa, un pobre mulo. No entiendo mucho de equinos, pero tenía pinta de ser bastante joven, no era demasiado grande y por muy fuerte que sean estos animales, tirar de semejante carga en una tarde de agosto le tenía que estar costando al angelito la vida misma. Cuando nos topamos con ellos, la familia está de parada técnica, hay que repostar fuerzas y liquidar las últimas bebidas antes de encerrarse. En el momento que pasamos a su lado, la señora más joven está diciéndole suavemente y en voz baja al cochero jefe (para que nadie en la avenida la escuche) "Pero ¿cómo es que no le has llevado a beber?" a lo que el increpado responde "Es que ayer no quiso ". O sea, que el pobre bicho se ha tirado desde las once de la mañana, aproximadamente, hasta las ocho de la tarde, sin beber una gota de agua, aguantando una temperatura media de treinta y cinco grados y teniendo que recorrer cerca de veinte kilómetros tirando de vosotros. Y no habéis sido capaces de acercarlo a un abrevadero, solo porque ayer el pobrecito no tenía sed cuando tú querías que bebiera. Para matarlos bien muertos.
Ya casi a la hora de volvernos a casa, la guinda del pastel. Una calesa como Dios manda. No de las más bonitas que he visto, pero no estaba mal. Tirando, un precioso caballo blanco moteado en gris, esbelto y con muy buena planta. Lucas lo escucha, lo mira, me mira y relincha, "¡hiiiiii!". Yo miro al animal y me extraña notar como del buen ritmo que llevaba, empieza a pararse de manera un tanto abrupta. Le estan frenando. Las riendas tensas, la cabeza se agacha un poco y ralentiza el paso casi hasta quedarse parado. Entonces me fijo en los cocheros. Sólo van ellos montados en el carro. Estos dos, al igual que los anteriores, van también de uniforme feriante. Sesentones muy currados, fondones, barrigones y, por las caras, con dos o tres botellas de Cartojal fresquito metidas en el cuerpo (además de otras bebidas varias). Sus caras son lo que más me extraña, los dos están mirando hacia el mismo sitio, la sonrisa de oreja a oreja, los ojos entornados, mientras la cabeza les iba girando lentamenta, como dos perros siguiendo a una presa. Hasta que, de repente, al más bajito y redondo de los dos se le escapó un "Ayyyyy, míralas", no me di cuenta de lo que pasaba. A su altura, por la acera, caminaban en sentido contrario a ellos dos señoritas muy guapas. Lo de señoritas va en su acepción más estricta: jóvenes, muy jóvenes, dieciséis o diecisiete años. Camisetas de tirantas ajustadas y escotadas, mini-shorts vaqueros. Pieles bronceadas y cuerpos diez. Una morena y una rubia, como decía Don Hilarión en la Verbena de la Paloma. Las pobres no sabían donde meterse, aligeraron el paso, miraron al frente y con cara de "tierra trágame", siguieron su camino raudas, sin mirar atrás. Yo las miré a ellas, luego a los dos tipos y me volví con media sonrisa porque, aunque la situación era para reirse y mucho, había que controlarse.
Y es que con cada botella de fino, clarete o moscatel que te endiñes en la feria, deberían darte un prospecto, al igual que con las medicinas, advirtiendo de los efectos secundarios posibles, entre los que se encuentran el "puede producir exceso de confianza en uno mismo". A esos dos, el viernes de feria les hizo efecto secundario, primario y hasta terciario, y se creerían dos apuestos galanes, de sonrisa encantadora y mirada irresistible, conduciendo un Ferrari descapotable y oliendo a Hugo Boss capaces de encandilar a las damas más guapas que se encontraran por el camino, cuando en realidad lo que todo el mundo vió fue a dos viejos verdes, con cara de sátiros mirando a dos niñas menores, montados en un carromato tirado por un jamelgo y oliendo a lo que se huele cuando se vuelve de la feria de agosto. Pobres diablos, felices, pero pobres diablos.
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