Praha'04 (Primera Parte)


Ya lo he comentado alguna que otra vez, en este mundo tan globalizado y abierto, resulta que, vayas donde vayas, siempre te vas a acabar encontrando con alguien que te haga recordar aquello que no quieres, en mi caso la estupidez humana. Ni siquiera una serie de buenas y divertidas experiencias te pueden hacer olvidar a estos "elementos". La segunda parte de este texto habla de este individuo, en éste sólo relataré una anécdota.

A finales de septiembre del año dos mil cuatro, Ana, mi Amigo Sebi y un servidor nos apuntamos a un viaje organizado a las ciudades imperiales de Praga y Viena. Un "circuito" le llaman. Unas cincuenta o sesenta personas que recorren los principales lugares de interés turístico en autobús y a patita. Gracias a Dios bastante a pie que es lo que me gusta a mi, patear las ciudades y llenarme del ambiente cosmopolita de la misma. Los dos primeros días en la Ciudad de las Agujas fueron estupendos, Marcela, nuestra guía local, una señora ya entrada en años que hablaba perfectamente castellano, con ese acento tan curioso que tienen los checos, alargando las eses de una manera muy dulce, nos dio una buena paliza por toda la ciudad nueva y tambien por la vieja. Desde el Pražský Hrad (Castillo de Praga) hasta la Václavské Náměstí (Plaza de Wenceslao) pasando por Staroměstské Náměstí (La Plaza de la Ciudad Vieja) y, por supuesto Karluv Most (El puente de Carlos) no nos dejó perder detalle de ningún lugar, edificio o reseña histórica interesante.

El tercer día tuvimos ocasión de hacer turismo por libre, y, ese día no tuvo desperdicio alguno. Nuestro hotel, el Pyramida, se encontraba en Malá Strana en el llamado barrio del castillo, pero algo alejado de lo que es la ciudad vieja, el auténtico hervidero de turistas. La noche anterior me informé bien de que tranvía podíamos tomar para llegar al centro, o lo más aproximado a él. La parada se encontraba justo a la puerta del hotel, con lo que no tuvimos que buscar mucho, ni que esperar ya que en cuanto llegamos apareció el primero, el número 23 creo que era. Lo tomamos y allí empezó nuestra primera aventura en Praga. Tras unos diez minutos de camino, pudimos observar como nos íbamos acercando al río Moldava, una vez pasado uno de los muchos puentes que lo cruzan llegaríamos a la ciudad vieja y empezaríamos nuestra jornada de visitas culturales, turismo y compras de souvenirs varios. Recuerdo bien que alcanzamos una enorme plaza con tráfico bastante denso y al llegar a ella, cuando, en teoría el tren tenía que girar a la derecha para cruzar el río, continuó y tomó la primera salida a la izquierda. Aquello no nos dió muy buena impresión, pero, claro, en un lugar desconocido con gente desconocida y sin saber el idioma no te vas a poner a preguntar eso de "¿Alguien habla cristiano?". De todas formas yo pensé que aquello en cualquier momento daría la vuelta y volvería al lugar de origen, siempre he supuesto que los tranvías hacían un circuito cíclico que jamás se acaba, pero me equivocaba. A los quince minutos de salir del hotel ya nos encontrábamos en las afueras de la ciudad, en una enorme avenida (la V Parku), donde cohabitaban grandes edificios de oficinas junto con factorías de alta tecnología y pequeñas urbanizaciones de la éra del comunismo, esas que se veían en las antiguas series juveniles que TVE programaba por las tardes cuando yo era un niño. A esas alturas la cosa estaba clara, de un modo u otro nos habíamos equivocado al coger la linea del tranvía, aunque era extraño ya que el número era correcto. A los veinte minutos alcanzamos un punto de no retorno, puede que sin saberlo encontráramos la última y más alejada de todas las paradas del municipio. El vehículo se paró, los cuatro o cinco pasajeros que aún quedaban a bordo se bajaron, nosotros tres nos miramos con cara de no saber que pasaba y de no tener intención de bajarnos hasta que el tren diera la vuelta y pusiera rumbo de nuevo al hotel, pero en ese momento vemos que se abre la puerta de la cabina del conductor quien al vernos, nada extrañado, alzando la mano, nos soltó una especie de berrido que a nosotros nos sonó a "Hoppo!" lo que en checo debe significar algo así como: "¡Se acabó lo que se daba!" Porque nos hizo bajar y cerró las puertas tras de nosotros. Lo siguiente fue algo como surrealista, algo que solo te puedes encontrar en estos países que aún están intentando levantarse del maldito lastre del comunismo. El chofer sacó una especie de barra de hierro enorme, más alta que él (que ya de por si era alto), la insertó en un viejo engranaje de metal y comenzó a girar una enorme plataforma circular que había incrustada en el pavimento. Nos quedamos expectantes para saber como se iba a resolver el problema en el que nos habíamos metido ya que no sabíamos donde estábamos y como podíamos volver, así que nuestra esperanza estaba en que toda esa maniobra fuera para que el tranvía volviera a hacer su ruta a la inversa y, de este modo, nos pudiera sacar de la Praga de los años ochenta. Pero claro, aquello iba a ser demasiada suerte para aquél día. El giro de la plataforma fue de noventa grados y no de ciento ochenta, el conductor volvió a sacar la enorme herramienta, se subió de nuevo a la máquina y lentamente lo vimos desaparecer hasta unas cocheras que había a la vuelta de la esquina, las cuales también el mismo hombre abrió y cerró detrás de él.

Así que allí nos quedamos, mirando hacia todas partes y deduciendo que nuestro fallo estuvo en no saber que era lo que ponía en un cartel que vimos junto al conductor, que a saber lo que quería decir, lo mísmo "Último Servicio", lo mismo el nombre del barrio en el que acabamos. Giramos en dirección a la ciudad y nos pusimos a caminar, nos paramos a los trescientos metros en una parada de autobús e intentamos deducir, primero nuestra situación y después que número teníamos que coger para llegar a algún sitio conocido (Al principio de esto he adjuntado el plano para que algún valiente me descifre nuestra situación, yo aún no he conseguido saber nada). Tras poco pensarlo, no era plan de quedarse mucho por allí, sobre todo porque no sabíamos como era la zona de segura y porque teníamos una pinta de pardillos turistas que bien nos delataba, decidimos coger un taxi. Paramos al primer Skôda que vimos y tras discutir el precio le pedí que nos llevara a la Plaza Wenceslao (menos mal que se me quedan fácilmente los nombres en otros idiomas, si no todavía estaríamos dando vuelta por Chequia).

Al final llegamos en quince minutos a donde queríamos, con la experiencia añadida de pillar un taxi checo, que se las traía en decoración y ambiente (olores extraños incluidos), tan sólo nos costó diez euros y unas risas, porque la cosa tenía para eso y para más.

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