Praha'04 (Segunda Parte)

Tras la aventura del tranvía y gracias al taxi llegamos a la Plaza Wenceslao. Lo primero que intentamos fue entrar en el Museo de Ciencias, un enorme y precioso edificio que se encuentra al final de la plaza (que más que plaza es un boulevar) pero, con la suerte del día nos lo encontramos cerrado por que lo estaban fumigando. En fin, la cosa era de esperar con lo bien que había empezado el día, así que nos hicimos unas fotos en la misma puerta y vuelta a buscar tiendas.

Como ya nos conocíamos el camino, nos lanzamos a buscar la Plaza de la Ciudad Vieja. Una vez que la has visitado no te cansas de volver a estar en ella, la vista de Nuestra Señora de Tyn cuando estás frente al Reloj Astronómico del viejo ayuntamiento es impresionante. Llegamos a ella tras callejear un poco, en una plazuela cercana descubrimos un precioso mercadillo al aire libre, tenían un poco de todo a la venta, desde las típicas marionetas y las acuarelas en serie de la ciudad (que acabamos comprando, por supuesto, como buenos turistas) hasta frutas y verduras. Todo bien ordenado, todo perfectamente indicado y, como debe ser, todo inmaculadamente limpio.

Tras las obligadas fotos frente al reloj astronómico nuestra siguiente parada era Celetná, la principal calle comercial de la ciudad. Como cualquier extranjero en pais extraño, íbamos a la caza del regalo perfecto, del producto típico o de la curiosidad más preciada, algo ni muy caro ni muy barato, algo único y, ¿cómo no?, lo más útil posible. Al final apencamos con varias botellitas de Becherovka, un licor de hierbas muy apreciado en el país, de sabor bastante curioso y alguna que otra cosa que ahora, sinceramente, no recuerdo. Visitamos la librería que reside en la casa de “La Virgen Negra” (único edificio cubista que existe en el mundo, según nuestra guía, Marcela), un pequeño establecimiento que se llama “Matrioshka” y que está lleno de esas muñequitas rusas, las de madera que se meten unas dentro de otras, además tenían soldaditos de plomo, la pasión de Sebi, por lo que estuvimos un buen rato allí y, casi al final de la mañana, justo antes de regresar a la Torre de la Pólvora para reunirnos con el resto del grupo e ir a comer, entramos en una tienda bastante mona de recuerdos, no recuerdo su nombre, pero era bastante simpática y estaba llena de todos los souvenirs que pudieras buscar, juguetes de madera, reproducciones a escala de los monumentos, marionetas, etc....

En fin, tras un par de minutos mirando cosas, no pude evitar fijarme en la acalorada conversación que una señora estaba teniendo con una de las empleadas de la tienda. A un lado del mostrador de la entrada estaba la dependienta, una chica joven, de unos veintipocos, morena, de estatura media y con esa belleza que sólo los que hemos visitado ese país hemos tenido la gracia de contemplar. Al otro lado una señora de mediana edad, por supuesto con pinta de turista española, bien arreglada pero sin disimular que venía de unos miles de kilómetros al sur (menos que yo, pero también unos cuantos). Yo siempre he sido una persona algo tímida, por lo tanto, la idea de intervenir como mediador en una situación como aquella me ponía algo nervioso, pero, al contemplar la cara de desesperación que tenía la chica y ver que nadie, de la veintena de personas que estábamos allí hacía nada, no pude evitar reaccionar acercándome para tratar de echar una mano y, en la medida de lo posible, ayudar resolver lo que fuera que ocurriese allí. Lo que ocurrió a continuación fue como voy a relatar y no tiene desperdicio: Me dirijo diligentemente hacia el pequeño mostrador, con mi cara de bueno (no tengo otra) y dirijo mi mejor sonrisa a la dependienta, que me mira algo desconcertada, aunque supongo que más por la que tenía encima que por mi presencia. Después miro a mi izquierda y dirigiéndome con toda la educación posible pregunto: “¿Necesita usted que le ayude señora?” ¿Qué se creen que me contestó la supuesta señora? Pues, palabras textuales, me dijo: “¡No, no, no!” Así, en a palo seco, en tono marcial y reafirmándose en cada monosílabo, no una, ni dos, sino tres veces seguidas y sin mirarme a la cara. Por supuesto yo me quedé a cuadritos y tan sólo pude mirar a la, aún más asombrada, chica y encogerme de hombros. Cuando me di la vuelta ya había media tienda mirando y yo que ya estaba indignado por el reciente rechazo no pude evitar comentarles a Ana y a Sebi lo que me había contestado el “elemento” ese, pero en voz alta, para que pudiera oirme bien y estoy seguro de que me oyó.

Otro de mis grandes defectos (o virtudes, según se mire) es que, a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI, me sigo considerando un caballero y no puedo evitar salir en defensa de una dama en apuros, sea esta atacada por un dragón de dos cabezas, o por una Mari de Espugles como era el caso. De modo que, al ver que tras mi primer intento fallido, ni la señora se daba por vencido y se iba de la tienda dejando en paz a la chica, ni la dependienta mandaba a tomar viento al mal bicho que tenía delante (¡chapó por la buena educación checa!) lo volví a intentar pasados otro par de minutos. Me acerqué de nuevo y esta vez fuí un punto más insistente: “¡Señora! ¿De verdad no quiere que le ayude?” Esta vez la cosa cambió, me dijo que sí y en un instante, con mi medianamente aceptable nivel de inglés le traduje a la cajera que lo que quería la mujer era gastar todas las coronas que le quedaban antes de dejar el país comprando dos regalos allí, pero como lo que se llevaba costaba más que lo que ella tenía quería pagar el resto en euros. Diez segundos tardó la niña en preparar la cuenta cobrarle y despacharla. Yo me volví y seguí mirando por las estanterías, sonriente y orgulloso por haber sido de utilidad. Al salir por la puerta, la chica me miró sonriente, con cara de alivio y me lanzó un “Thank you!” que jamás se me olvidará en la vida.

Ahora bien, a los que piensen que la chica debía ser algo torpe para no entender lo que la señora quería decir, les explicaré algo que me he guardado expresamente para el final de la historia y que aclarará perfectamente la situación. Contando con que el checo y el español son lenguas completamente diferentes ya que la primera deriva del Eslavo mientras que la segunda procede del Laín, las posibilidades de comunicarse por vía oral con una persona de aquel país son prácticamente nulas, si ninguno de los dos interlocutores habla el idioma del otro (como era nuestro caso). Si, además, al problema del idioma añadimos que la actitud comunicadora del que intenta hacerse entender no es la más apropiada, por prepotente y avasalladora, la situación se agrava. Pero, y aquí viene lo mejor, si el individuo en cuestión (el que crea el problema) es incapaz de dejar su orgullo a un lado y, aparte de no dejar ayudarse por personas de buena voluntad, no trata de explicarse en un idioma que hablan miles de millones de personas en todo el mundo (Español) y le “ladra” a una señorita checa en catalán, ¡En Catalán!, con malos modos, mirando hacia los paquetes y no a la cara de su interlocutora, como si fuera un simple robot puesto allí para servir sus órdenes, que venga alguien y me cuente que sin mi intervención aquello no hubiera acabado de otra manera.

Como empecé diciendo en la primera parte, no importa donde vayas ni donde te escondas, siempre, repito, siempre te vas a encontrar a algún estúpido (en este caso estúpida) que te recuerde del lugar del que vienes, España, el país de las gilipolleces.

P.D. Que conste que no tengo nada en contra de Cataluña o los catalanes, tengo amigos de allí y son un encanto, tan solo me molestan los cabezas cuadradas que piensan que pueden conquistar el mundo chapurreando en una lengua local más que politizada, y además con malos modos.

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