El Trabajo Es Salud

Al lumbrera que se inventó tal estupidez deberían darle un premio, no se de que tipo, pero algo así como el equivalente al Nobel de las tonterías.

A la vuelta de unas cortas (cortísimas) vacaciones de verano, la primera jornada laboral se ha desarrollado tal y como me esperaba. Aparte del sueño y el cansancio propios del primer día de madrugón después de unos cuantos de relax absoluto, los nervios, la tensión de la carretera, el cambio de ritmo y el estrés se han hecho notar, sobre todo en mis tripas que siempre han sido las más sensibles del reino. Supongo que también habrán tenido algo que ver los atracones culinarios de la última semana, comidas exquisitas en lugares increíbles, cenas pantagruélicas y algún que otro exceso de fin de semana, incluidas dos Corinitas y una Roma Burger el pasado sábado, que hacía años que no me comía yo una hamburguesa en la calle (y en la vida me he tomado dos cervezas seguidas) y eso al final se paga y, al mismo tiempo, te hace recordar porqué dejé la carne picada de lado. Aunque en vacaciones uno ya sabe que siempre va a cometer algún pecadillo y darse un capricho que otro. Comer nunca ha sido mi vicio, pero reconozco que esta vez he caído en brazos de la gula, por primera vez en mi vida. Aún con todos los excesos, el detonante de todos los males físicos por excelencia es el trabajo, porque prácticamente todos los empleos tienen alguna pega. Da igual que seas presidente de la multinacional más importante del mundo mundial o el último mono de la misma, si trabajas acabas viéndote afectado tarde o temprano por un mal asociado a tu actividad. El presidente suele tener más nervios que un purasangre perseguido por lobos y el currito becario lo que tiene es la espalda rota, o la vista quemada, o ambas. Si tienes mucha responsabilidad te preocupa que ésta te supere y acabes perdiendo tu puesto y el dinero asociado, si tienes poca también te preocupa que no te tengan en cuenta a la renovación del próximo año y, en consecuencia, pierdas el poco dinero que ganabas.

El trabajo no es salud. El trabajo es trabajo y, además, como vivimos en un país en vías de desarrollo (por no decir subdesarrollado) en lo que a seguridad laboral se refiere, además de ser “una lata el trabajar”, encima te sometes a un posible riesgo para tu integridad física, psíquica e intelectual. Si tu trabajo es físico (albañil, fontanero, mecánico) cualquier error, despiste o fallo, puede llegar a ser fatal, incluso mortal. Una pierna rota, un miembro dañado o de menos es algo normal en estas profesiones, aunque los propios trabajadores tengan, en muchas ocasiones, la culpa de que los accidentes se agraven por no tomar las medidas oportunas. En cambio, si trabajas en oficina, como es mi caso, los riesgos son, menores en lo que a la gravedad de las lesiones, pero mucho más permanentes en el tiempo. A los oficinistas nos afectan los males silenciosos, esos que lentamente se van apoderando de ti y que no notas hasta que ya los tienes bien asentados. Cefaleas tensionales, compresiones cervicales, desviaciones lumbares, varices, hemorroides y todos aquellos males que se derivan de pasarse ocho horas sentados frente a un ordenador. Los ojos se deterioran (miopía, astigmatismo), las manos se agarrotan (síndrome del túnel carpiano), los músculos se debilitan por la falta de actividad. La luz de neón, el aire viciado, la mala ventilación, el contacto directo con la polución de la ciudad. Todo va mermando poco a poco la vitalidad que tenías cuando conseguiste tu primer puesto de trabajo, con toda la ilusión del mundo. Primero soñabas con trabajar para ahorrar y comprarte un coche y dar la entrada de un piso, tras unos cuantos años lo que anhelas es que el viernes te toque el “Supercupón” y le puedas dar dos patadas a la mesa de tu despacho para después disfrutar de la vida.

Poca gente conozco que goce realmente con su trabajo, perdón ¿he dicho poca?, quería decir ninguna. Puedes tener tus días buenos, pero nada más, el resto es así, una simple y larga cadena de tediosos procedimientos repetitivos, tan monótonos que a veces te sientes como un autómata diciendo las mismas frases y realizando las mismas operaciones todos los días.

Ante esta serie de desdichas laborales sólo nos queda aprovechar los momentos libres al máximo, y exprimir los fines de semana. La única vía de escape del hombre moderno. Y contra los males del oficinista, bueno, ya escribí hace tiempo sobre eso. El ejercicio físico lo cura casi todo, una buena alimentación, descansar lo necesario y no cometer excesos. Yo, por mi parte ya he aprendido la lección y a partir de hoy me voy a controlar aún más de lo que ya lo hacía antes, que no era poco.


Si, se que es el post más deprimente de la última década, pero, bueno, ¿qué queréis? Estoy en pleno síndrome post-vacacional. Al que no le haya pasado esto nunca que levante su bronceada mano.

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