Trece de septiembre, jueves, una mañana lluviosa tras una noche de tormenta. Salimos de casa camino del trabajo y, como siempre, preparados para lo que sea que nos podamos encontrar en la carretera.
La semana está terminando y eso se nota en el ambiente. Los nervios están algo crispados, se huele el ansia de la gente porque llegue el sábado. Si a eso unimos que en esta ciudad, en cuanto caen cuatro gotas todo el mundo coge el coche, bueno, pues como que cualquier cosa te puede sorprender.
Hoy la cosa ha ido de camiones, bueno, mejor dicho de camioneros porque un camión en si no hace nada, lo malo, como siempre, es lo que va dentro “manejando”. Ya he hablado muchas veces de mi camino al trabajo, un trayecto relativamente corto (siete kilómetros) que se convierte en una ratonera debido al terrible y obsoleto trazado de las vías de salida de la capital, con carriles que se unen a carriles y se van estrechando hasta formar un precioso embudo de cerca de cinco kilómetros. Una chapuza que nos viene de herencia de principios de los noventa y que ahora es cuando parece que la estén medio arreglando. Algo tarde a mi entender, pero bueno, todo esfuerzo es aplaudible, aunque llegue con retraso, con mucho retraso. Uno de los puntos más conflictivos de estas carreteras lo tengo que atravesar yo todos los días, con mil ojos alerta, por lo que pueda pasar. Se trata de una incorporación por la derecha de los vehículos que vienen desde Cártama. Cuando el tráfico es fluido no hay mayor problema, los ves venir de lejos, algunos van demasiado rápidos y hay que tener cuidado, porque entran a matar, sin importarles lo que haya delante. El mayor problema está cuando nos encontramos en pleno atasco, o sea, la mayoría de las veces. El que me conoce lo sabe y el que me lea puede intuir que no soy un conductor agresivo, soy tolerante, paciente y me considero educado. Dejo pasar al que me pide paso correctamente y al que no, salvo casos extremos en que hay que ceder para evitar una colisión, pues también le permito que se incorpore, detrás de mí.
Esta mañana me encontraba en ese mismo lugar y con una retención considerable. En esos casos, como uno es como es, practico lo que yo llamo “la cremallera”, que es algo que todo el mundo sabe hacer pero que muchos conductores incivilizados (en mi ciudad los hay a miles) se niegan a practicar porque piensan que ceder el paso a un coche es algo así como perder virilidad (o feminidad, porque no sólo los hombres actúan como capullos al volante). Esto consiste en que de dos carriles que convergen en uno, un vehículo de cada carril cede el paso a su homólogo del carril contiguo, con lo que el tráfico no se detiene en ninguna de las vías. Es continuo y constante. El problema está cuando en alguno de los dos trazados hay uno o más listos que tratan de entrar a saco sin permiso de nadie, creando un efecto dominó que hace que los de un lado se paren, se enfaden y no dejen pasar a los del otro lado, con lo que el tráfico acaba por convertirse en un caos. Continúo con el relato. Viendo como a mi derecha un Toledo blanco me pedía correctamente paso, reduzco la velocidad (que tampoco era mucha) y le permito incorporarse a mi carril, que es el principal ya que él viene de la incorporación y tiene un Ceda el Paso. La cosa hasta ahí iba bien, pero claro, siempre hay un listo y en este caso fueron dos que aprovecharon el hueco entre el arcén y el Toledo para colarse a toda pastilla delante de él. Bueno, puntualizo, en realidad eran tres listos, pero el tercero venía conduciendo un camión grúa, y ahí si que dije ya que no. Coloca la cabina del camión a mi altura y me saca el intermitente, pero yo continúo mi marcha, estaba claro que si quería incorporarse tenía que hacerlo por detrás de mí, ya que era ahí donde se encontraba antes, tres coches por detrás y no por fuerza iba a lograr que yo me amedrentara. Durante unos cinco metros continuamos paralelos, yo sin mover el volante y él comiéndome terreno, poco a poco, pero yo sin ceder un ápice. Cuando el lumbrera se da cuenta de que no me voy a frenar para que él pase, le entra un arrebato y se pone a tocarme el claxon como un loco (¡Piiiiiiii, piiiiiiii, piiiiiiiiiiii!). No se, tal vez se pensara que, a esas alturas, todavía no me había dado cuenta de su presencia y quisiera alertarme de sus intenciones. Pero más bien pienso que cada pitido correspondía a un insulto. Así siguió por diez segundos hasta que, por fuerza se tuvo que parar, porque ya el camino se hacía demasiado estrecho y, o se comía el guardavías derecho o se montaba en mi capó, con lo que la cosa le habría salido cara ya que era él quien tenía el Ceda el Paso. Cuando le sobrepasé me puso las luces largas para fastidiar, cosa que tampoco es que le sirviera de mucho porque resulta que los espejos retrovisores internos, vienen desde hace décadas con una palanquita para evitar deslumbramientos. Así que allí lo dejé, ciscándose en mis muertos, pero detrás mía, bien detrás por cierto, porque luego tuvo que tragarse tres o cuatro coches más y un camión bien grande.
Es una pena que haya gente así en la carretera, en el mundo en general. Gente que se cree que por llevar una máquina más grande o más potente pueden imponer su voluntad, por encima de leyes y normas. Estoy convencido de que, si en el examen de conducir hubiera un apartado de buenos modales, en este país todavía conocido como España, se venderían menos coches que en las Islas Chafarinas.
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