Jessi 21

Por la edad y el aspecto la vamos a llamar Jessica. Veintiún años (aproximadamente) metidita en carnes, rubia de bote, mini-short vaquero, camiseta ajustada y escotada, sandalias romanas y gafas de estrella de la prensa amarilla.

Podía haberla llamado Jenni, Judi o Vicki, pero le pegaba más Jessi. Por aquella época, hace más de veinte años, eran los nombres de moda, así que lo más seguro es que me haya acercado bastante. Su actitud era la típica de la niña-mujer recién liberada. Conducía bruscamente, demostrando seguridad, o aparentándola (que no es lo mismo). Nada más verla aparecer, me surgió un pensamiento de manera instantanea; "A esta chica no le pega ir conduciendo una furgoneta así". La Mercedes Vito azul oscuro que manejaba no cuadraba su estilo moderno y juvenil. Pero en cuestión de segundos se me aclararon las ideas.

Las dos plazas de aparcamiento más cercanas a la farmacia junto a la que Lucas y yo esperabámos a Ana, estaban reservadas a minusválidos (perdón, discapacitados físicos varios, no me acostumbro al lenguaje políticamente correcto). La furgoneta entró a saco sobre ellas, en plan peli americana, ni una sóla maniobra para dejar bien alineado el vehículo. Automáticamente, Jessi apagó el motor, sacó la llave, bajó el parasol y extrajo de su funda un tarjetón azul, lo colocó en el salpicadero bien a la vista. Ahí pude comprobar que se trataba de un permiso expedido por el ayuntamiento para poder aparcar en esas zonas. Me sentí un poquito avergonzado por haber pensado mal, instintivamente, de la pobre chica. Ella, como discapácitada, tiene todo el derecho a estacionar en esas plazas, sin que nadie le diga nada. Que de seguro en más de una ocasión, ha sufrido el tener que dar mil vueltas para encontrar un lugar adecuado donde poder maniobrar con la plataforma para la silla de ruedas. Que habrá tenido más de un encontronazo con el listillo-capullo de turno que aparca su 4x4 en las zonas reservadas a los vehículos especiales. Me sentí mal.

Si, me sentí realmente mal, hasta que la vi bajándose de un saltito del asiento del piloto. Enseñando muslamen sin recato ni pudor. Y sin signo de dificultad para caminar alguno. Sinceramente, me esperé un segundo a que sacara un par de muletas de detrás del asiento antes de volver a pensar mal. O incluso que se dirigiera a la parte trasera del furgón para ayudar a un pasajero impedido, pero no, la señorita viajaba sóla. La seguí con la mirada hasta que entró en la farmacia. A los cinco minutos salió con su compra, se volvió a subir a la furgoneta. Retiró el tarjetón del salpicadero. Cogió el movil, marcó, llamó y se puso a hablar mientras iniciaba la marcha, sin ponerse el cinturón de seguridad, lo que yo llamo "un completo".

Entonces si que empecé a despotricar para mis adentros, no quería herir la sensibilidad de mi chiquitujo, que me miraba con cara de extrañado, sobre la niña. Empieza jóven la señorita. Seguro que esta es de las que se va de marcha con las amigas y se lleva el microbus para aparcar sin problemas en la zona de bares, aunque dentro la mayor minusvalía de la noche sea la uña que Vicki se ha roto al cerrar el portón corredero. Me parece muy mal (digo esto cuando me quedo sin calificativos). Me parece pero que muy mal. Claro que, esto es vivo ejemplo de en lo que se está convirtiendo nuestra sociedad. Un país de corruptos a todas las escalas incluso a nivel doméstico. Si podemos defraudar, evadir, eludir, rodear o simplemente aprovechar la situación y el momento, allí estamos nosotros.

Y las nuevas generaciones vienen pisando fuerte. El problema está en que el suelo en esta España mía, no está ya para demasiados pisotones.

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