Stormy Weather

Menuda semanita de agua que llevamos por aquí. Como es habitual en los últimos años, el otoño ha entrado a saco y sin avisar. A aquellos que pensaban que el verano se iba a alargar hasta navidades por lo menos (siempre hay tontos e ilusos) les pilló en bragas, y a más de uno y una he visto empapados vistiendo todavía tirantillas y sandalias (¿en que cabeza cabe?).

Hoy me he despertado con el cielo revuelto que es algo que me gusta mucho. Naturaleza en estado puro. Turenos, rayos y relámpagos. Viento, lluvia, agua de aquí para allá. El repicar de las gotas contra el suelo, el sonido del agua bajando por los canalones del edificio. El color oscuro que toma todo, con un cielo cambiante a cada minuto, nubes que vuelan, se agolpan, se disipan, se vuelven a agolpar cambiando de tonalidad, pasando de un blanco puro, casi níveo, a un gris marengo, rozando el negro. Las calles se llenan de paragüas, de botas de goma, de gabardinas y chubasqueros. Las caras cambian, para tomar un semblante más acorde con el tiempo, no demasiado, ya que cuando sale el sol no es que vayamos tocando castañuelas de camino al trabajo, pero todo el mundo está más serio. Dentro del coche todo es ruido. Desde el constante sonido de la lluvia fina, cual ruido blanco de una radio, hasta el atronador sonido de la tromba repentina, pasando por los desacompasados golpeteos de los goterones que caen de las copas de los árboles.

Si, me gustan estos días por lo diferentes que son. En una tierra en la que los días así son casi un lujo, no es de extrañar. Aunque, claro, habrá quien no soporte este tiempo.

Cada vez que escucho una tormenta acercarse, se me viene a la mente un día de invierno de 1983. Yo tenía 9 años y estaba en clase de ciencias sociales, en 5º de E.G.B. Nuestra clase estaba orientada hacia el sur,  y el Colegio Los Olivos está construido sobre una loma desde la cual se puede divisar gran parte de la zona oeste de la ciudad, incluso el mar se puede llegar a ver desde algunas aulas. Aquella tarde todo se volvió negro de repente, las cinco de la tarde (antes teníamos clases por las tardes ¡que tiempos aquellos!) parecían las diez. Al otro lado de los grandes ventanales todo parecía estar rodeado de un sliencio sepulcral, hasta que el viento empezó a soplar, haciendo vibrar el cristal y el aluminio "¡retac-tac-tac-tac-tac-tac!". De pronto un flash iluminó todo con una luz blanca, resplandeciente, en menos de un segundo y, seguidamente "¡Krakaaabooom!", el trueno más fuerte y sonoro que jamás he escuchado en mi vida. Las paredes retumbaron, las luces se apagaron y cuarenta niños asustados empezaban a guardar sus libros, libretas y estuches en la mochila, para salir disparados de allí en cuanto sonara el timbre. Don Antonio Bueno, nuestro profesor de sociales, se encargó de mantener a ralla los instintos de supervivencia de aquella jauría de críos, cuyo ser les pedía correr lo más rápido posible hacia el autobús que les devolvería sanos y salvos a sus casas. Don Antonio no era mal profesor, del todo. Pero sus métodos eran bastante cuestionables. Jugaba a meter miedo a los niños. Su severidad sólo era comparable a su falta de tacto y brusquedad en el trato a los alumnos. Aquella tarde le vino grande la situación, y respondió de acuerdo a las expectativas, intentando tranquilizar a los estudiantes a base de acojonarlos. Todavía no se en que manual de psicología infantil apredió ese hombre sus métodos pero, creanme, aquello no funcionó, al menos conmigo. La escena era surrealista, entre bombazos, zambombazos, el serpenteo de los rayos por entre las nubes, el estruendo del agua al caer en los pasillos abiertos al gran patio, los gritos de los niños en las otras aulas, entre los que se entendía algún que otro "¡vamos a moriiiiir!" (al día siguiente me enteré de que ese optimista era un compañero de mi hermano que, entre la banca y un parapeto hecho con su mochila y el anorak, se atrincheró al final de la clase implorando clemencia entre lagrimones) y los relámpagos, que a cada fogonazo nos dejaba ver las caras aún más pálidas de todos los amigos de la clase, el profesor se desgañitaba explicándonos en lo que, a su entender, consistía el aparato eléctrico de una tormenta. No dio una, así de claro. Como si aquella fuerza terrible de la naturaleza no nos asustaba lo suficiente, este hombre se empeñó en hacernos creer que, si por un maldito giro del destino, nos alcanzaba un rayo en el trayecto entre la puerta de salida y el autobús, podíamos quedar reducidos a un trozo de carbón humeante de no más de treinta centimetros. O el hombre no tenía mucha cultura científica acumulada, o lo que realmente atesoraba a sus espaldas era mucha mala leche.

Los minutos se hacían eternos en aquella oscuridad. La tensión se podía cortar. Por desgracia, en cuanto sonó el timbre, no pudimos salir en estampida por la puerta, tal y como yo estaba deseando, sino que nos obligó a hacerlo columna por columna, ordenadamente, esperando entre tanda y tanda el tiempo que él considerase prudencial. Una eternidad, sobre todo porque yo me sentaba en la quinta columna de una clase de seis. Cuando me tocó salir, miré a mi compiañero de banca (que por aquel entonces eran Sebi o Victor) casi pensando "buena suerte chaval, ha sido un honor servir a tu lado" e, inmediatamente se me debió activar el superpoder de la teleportación, porque lo siguiente que recuerdo es estar en el patio del colegio, buscando el autobús número uno, esquivando niños que corrían despavoridos. No recuerdo haber atravesado el pasillo hasta la escalera, ni bajar los dos pisos. Tan sólo que casi ni llegué mojado al asiento del autobús. Debí de correr a tanta velocidad que caminé sobre el agua de los charcos y las gotas de lluvia no llegaban a alcanzarme.

Aquella noche dormí intranquilo, pensando que al día siguiente iba a encontrarme un paraje desolador, con cientos trozos de carbón repartidos por el colegio, signo de las bajas entre mis compañeros, caídos en la flor de la vida, por capricho de la naturaleza, o por la ira de Zeus.  Resulta que no fue así, obviamente. Al tiempo, aprendí el como y el porqué de una tormenta eléctrica, incluidas las consecuencias de los rayos en seres humanos. Con lo que me di cuenta de que, aquella tarde de invierno de mil novecientos ochenta y tres, el único carbón que hubo en el colegio fue mi profesor de sociales. Perdón, ¿he dicho carbón?, quería decir cabrón.

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