21 febrero 2016

Mala Uva Y Cerillas

A
ntonio es de esas personas que, si te la encuentras de frente en una calle de noche, cruzarías a la otra acera. Alto y delgado. Piel curtida por estar todo el día al sol buscando chatarra y llena de arrugas por los años y el rodaje. Delgado pero fuerte. Con el pelo largo y blanco tiene aire de marinero de agua dulce, porque dudo que jamás haya pisado un barco. La voz rasgada por el alcohol y unos ojos que más que tristes están cansados de esta vida que lleva y que sólo ha elegido él.


Antonio vive de buscarse la vida en el polígono industrial (ahora nos llamamos parque empresarial, que, a fin de cuentas es más preciso, aquí hay poca industria). Recoge chatarra, pallets, recicla todo lo que es susceptible de ser reciclado y lo lleva allí donde lo puede vender. Lo que saca lo gasta en lo que necesita.

Antonio vive en una caseta de obra. Una caseta de chapa, sin aislar, con un par de ventanucos para ventilar un poco. Una caseta que es un horno en verano y una nevera en invierno. Allí guarda las pocas cosas que tiene. Su cocina, su comida, su colchón y poco más. Y todo eso lo comparte con su mujer, una señora que lleva junto a él un par de años, que parecen pocos, pero cuando les miras es como si llevaran toda la vida. Son ellos dos y su perro. Un chucho bajito y de pelo corto, con las orejas de punta y un hocico largo, color canela oscuro, fuerte, robusto y con cierto genio.

Antonio jamás se ha metido en un problema en los años que lleva aquí. Y está aquí desde que empezó la historia del polígono. Ni una pelea, ni una bronca, ni una palabra de más, ni un mal gesto. Es el único buscavidas, de los muchos que conocemos, que no entra a los sitios como si tuvieran derecho a ello, todo lo contrario, siempre viene pidiendo permiso. Siempre hay un "buenos días", un "puedo" y un "gracias". Todo eso dice mucho de la persona que es.

Antonio vino una mañana contando que le habían quemado la casa unos desalmados. Unos niñatos que no tenían más diversión que jugar con cerillas en la caseta del pordiosero. Unos malditos que convirtieron lo poco que tenía en cenizas, por el gusto de hacer daño. Y mucho daño le hicieron porque su perro estaba dentro cuando todo aquello ardió. ¡Hijos de Puta!

Antonio no pidió ayuda, tan sólo necesitaba un lugar donde pasar un par de noches, y se le encontró. Al igual que se le consiguió ropa nueva, enseres, comida, una cama y dinero para volver a empezar. Todo sin pedirlo, todo porque allí se le estima y se le aprecia. En el lugar de la vieja caseta quemada, ahora tiene una nueva y mejor que yo mismo le vendí, a precio especial y que pagó en dos días, trabajando como un mulo, buscándose la vida, como siempre ha hecho. Y allí ha vuelto a su vida, la única que tiene y la única que quiere, sin problemas.

Antonio viene cada mañana a ver si encuentra algo de interés en nuestro recinto. ¡Buenos días! dice, ahora algo menos seco que antes, con esa voz ronca tan suya, ¿puedo coger aquello que ha dejado Paco? ¡Gracias! Y se vuelve a ir hasta dentro de un rato.


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