e considero una persona en extremo confiada con las personas que me rodean (todo el mundo es bueno) pero, escrupulosamente precavida con todo lo que ocurre o puede ocurrir a mi alrededor (el mundo está lleno de lobos). Soy, como me enseñaron en la facultad, una persona adversa al riesgo, luego no me gusta hacer nada que pueda suponer un riesgo para mi salud, y la de los que me rodean. Es por eso que, en mi día a día, hago cosas que, a vista de la sociedad de hoy, pueden parecer ridículas. Me refiero a algo tan tonto como es el seguir las normas. Respetar los límites de velocidad cuando conduzco, así como los semáforos, los pasos de peatones y demás señales. Igualmente trato de seguir las reglas cuando soy peatón, llegando a ser el único tonto que se queda esperando a que un semáforo cambie de color para poder cruzar, mientras veo como cruzan en rojo mamás con niños de la mano, abuelas con carritos de bebé o ancianitos con muletas, andadores o sillas de ruedas, entre otros (locos temerarios).
Esa forma de ser me requiere prestar atención a mi entorno de una manera que en mi se volvió natural hace muchos años, cuando ya de niño entendí que vivir en una casa militar en la España de los años ochenta y noventa, suponía el riesgo de que, cualquier día, te pusieran un coche bomba en la puerta. Y, de ese modo me acostumbré a mirar las matrículas de los coches que estaban aparcados en la calle, por si algo no encajaba, si había gente extraña rondando o cualquier cosa que me resultara sospechosa. Aquello me dejó huella y hoy día sigo haciendo cosas de manera natural cuando estoy en "campo abierto". Miro en todas las direcciones cuando estoy en un aparcamiento (ya sea éste interior o exterior), observo el comportamiento de la gente y, de forma automática detecto si algo va bien o mal en cuestión de segundos.
Desde que Lucas nació esta forma de entender el mundo se ha vuelto aún más radical, en mi ser interior quiero decir. Si ya tenía algo que proteger antes de que él llegara, ahora todos mis esfuerzos se centran en que a él no le ocurra nada malo. De manera que, cualquier salida fuera de casa se convierte en un "¿dónde está Lucas?" constante para mi. Ojo, no estoy obsesionado, simplemente estoy alerta.
Hace un par de semanas todo esto me fue muy útil. Serían las ocho de la tarde y, tras regresar del trabajo, me reuní con mi mujer, mi hijo, mis suegro y una sobrina de la edad de Lucas en un parque infantil que hay junto a casa de mis suegros. Una tarde de verano, con buen tiempo, aquello estaba a rebosar de niños. Carreras, gritos, juegos y risas, lo normal en un sitio así. Lo habitual es que los padres se queden sentados en los bancos de alrededor mientras los niños se divierten. Otros padres intentamos no alejarnos mucho de nuestros hijos, o bien son los mismos niños los que reclaman atención constante de nosotros. El caso fue que, en un momento en el que yo estaba empujando a Lucas en un columpio, me fijé en que una pelotita rosa pasaba por mi izquierda sin que nadie la siguiera, ni la parase, atravesando toda la zona de juegos, pasando la valla que delimita el parque y recorriendo los cinco o seis metros de acerado sin detenerse hasta llegar a la calzada de la calle Compositor Lehemberg Ruiz, donde se quedó en medio del primer carril. Cinco o seis segundos más tarde, lo normal en estos casos, veo como una niña de unos tres años como mucho hace exactamente el mismo recorrido que la pelota. Atraviesa la zona infantil, llega hasta la valla y se pone a atravesarla por debajo. No me salieron más que dos palabras dirigidas a mi mismo y que mi mujer creyó que se las decía a ella: "¡esa niña!". Antes de que Ana me respondiese con un "¿qué?" yo ya había salido disparado, rodeando los columpios, esquivando niños, sorteando padres y en menos de tres segundos llegué a la altura de la pequeña, que acababa de pasar el obstáculo de la valla y se dirigía hacia la pelota. ¡Para, para! Le dije fuerte con la mano en alto y ella se detuvo enseguida. No venía ningún coche, recuperé la pelota y se la entregué diciéndole "si se te escapa la pelota díselo a mamá, cariño" mientras le tocaba la cabeza y le indicaba el camino de vuelta al parque, inocente, sin darse cuenta de lo que había pasado ni de lo que podía haberle ocurrido.
De vuelta al columpio, donde seguía mi familia, traté de localizar con la mirada a los padres de la pequeña, a simple vista parecía que nadie se hubiera percatado del incidente. En un banco, alejado unos seis o siete metros, justo detrás del castillete de juegos, unos "adultos" parecían comentar algo, señalando hacia mi. Pero nada más. Nadie se acercó a decirme nada. Ni medallas, ni vítores, ni un simple "gracias por salvar a mi hija". Tampoco me esperaba algo, pero no las hubo. Lo peor es que a la niña no se le acercó nadie a preguntarle, a reprenderle o a aleccionarle. La cosa quedó ahí, en un susto, para mi, sólo para mi.
Esto es algo que suelo comentar cada vez que veo una de esas terribles
noticias en las que un niño aparece como víctima de algún suceso. Para
ser padre no se le exige a nadie tener un carné, como el de conducir, el
de patrón de barco, el de piloto de helicópteros, etc. Para situaciones
en las que a una persona se le exige una responsabilidad, ser
consecuente y ser suficientemente lúcido para saber responder con
diligencia y eficacia. Hasta para manipular alimentos se requiere una
autorización expedida por un organismo público, para tener hijos no, basta con saber quitarse los pantalones y, algunos y algunas, parece que saben hacer poco más en la vida que eso.
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