oy, de repente, me he vuelto mayor. Pero mayor, mayor, mayor. Me he visto en el parque infantil al que vamos siempre con Lucas, regañando a unos quinceañeros que estaban haciendo el salvaje con los columpios.
Situémonos. Viernes, veintiuna treinta horas. Hace una tarde-noche estupenda para ser verano. Después de un par de días de terral, dos o tres padres y abuelos, sacamos a los niños a jugar al parque, al aire libre. Llevamos un rato disfrutando tranquilamente de las instalaciones, como de costumbre, cuando se presentan de repente un grupo de chavalines. Cuatro chicos y otras tantas chicas, quienes, nada más quedarse libre el mega-columpio que el Excelentísimo Ayuntamiento instaló a finales del año pasado, se lanzan en tropel hacia él. Los pequeños de entre tres y nueve años, se entretienen con el tobogán, con lo que, en principio, que estos jovenzuelos pululen por allí, no nos afecta.
Aparece por la carretera un amigote de este grupito, en moto, y se mete con la moto hasta el columpio, atravesando todo el parque. Uno de los padres le da un toque. Parece que no le hace caso, pero da media vuelta y se va por donde ha venido.
De repente, a una de las chicas, se le ocurre la genial idea de subirse al columpio de los bebés y empieza a balancearse, mientras que dos de sus amigos, la acompañan empujándola para que coja altura. Ahí es cuando me levanto por primera vez a llamarles la atención.
- "Mirad, este es el columpio para bebés. Váis a romperlo, así que dejadlo ya."
Les digo y, sorprendentemente, me hacen caso.
Mientras me vuelvo para volver a sentarme en el banco, una señora que estaba también con su nieta de poco más de dos años, me comenta indignada que "¡Vaya poca vergüenza que tienen estos niños!". Y entonces fue cuando se lió la cosa. Al ver que, en un momento, los ocho chavales, se habían amontonado encima del columpio de rosca y estaban a punto de reventarlo, la señora, salió disparada hacia ellos mientras decía "¡A mi esto es que me hierve la sangre!". Y allá que se lanzó a recriminarles lo mal que estaban portándose.
- "Hasta que no rompáis el columpio no vais a parar ¿verdad? ¿Queréis bajaros de ahí de una vez?".
Evidentemente, no le hicieron caso. Y la pobre mujer se volvió aún más enfadada para seguir jugando con su nieta, aunque pocas ganas le quedarían de estar allí. Entonces fue cuando volví a levantarme. No iba a dejar que encima de hacer el gamberro se rieran de una señora.
- "Bajaos de ahí ahora mismo, vais a romper el columpio. Además, ya sois muy mayores para jugar aquí".
Y, llegado este punto me di cuenta de que estaba intentando hablar con los cenutrios de la ESO de los que tanto me cuentan mis amigos Pedro y Juanma. Me empezaron a replicar, esa panda de imberbes y pre-pubescentes niñatos empezaron a decirme que allí no decía nada de la edad. Y cuando les hice leer las normas del parque en las que, claramente, dice de 3 a 12 años, seguían diciendo que ponía "de tres a doce años, acompañados de sus padres" y que ellos podían estar allí. Si, podéis estar, pero no todos subidos al mismo tiempo, panda de borregos. Incluso cuando les amenacé con llamar a la policía, una se me puso gallito, "¿Me van a detener?". A lo que le respondí "No, le pondrán una multa a tus padres. ¿Te gusta más así?". Cuando les pregunté, tres veces seguidas si es que no veían que lo estaban haciendo mal y uno de los chicos, se envalentonó y me dijo que no, ya se me cambió la cara, y el chaval me lo debió de notar, porque a él se le puso el semblante de acojonadillo. "Se acabó, no volváis a hacerlo. Y como lo hagáis, entonces os sacaré yo mismo. ¿Está claro?".
Otros dos padres ya se habían acercado para apoyarme mientras todo esto ocurría. La presencia de más adultos hizo que el grupito empezara a disolverse. Ya no tenían tanto fuelle como cuando la abuela les regañó. Pero, a esas horas, ya nos tocaba volver a casa, así que, lo más seguro que que después volvieran a hacer el cafre. Una pena pero, no íbamos a poder hacer nada para evitarlo.
Si, hoy me he vuelto mayor. De repente he visto como los jóvenes de hoy no respetan a los mayores. Los padres de esos niñatos, y de otros miles como ellos, no han sabido educarlos en el respeto y la tolerancia. Son los hijos del "te lo mereces todo" y del "que nadie te diga que no". Una actitud que está convirtiendo a sus niños en unos egoistas hijos de puta, en unos ignorantes del civismo y en carne de cañón para el mañana. Y el mañana viene duro. Aún más duro que el que me decía mi padre que vendría y que, mira tú que cosas, ese mañana, es hoy.
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